Cuando en 2015 el juez Manuel Penalva sucedió a Carmen González, instructora invisible del ‘caso Cursach', llegó con fama de implacable. Y de muy ambicioso. Contaban, en los corrillos judiciales, que él y el fiscal Subirán, su pareja de baile, querían suceder en el Olimpo mediático al juez Castro y al fiscal Horrach.
El punto de mira lo fijó, primero, sobre la Policía Local de Palma, una presa fácil porque los políticos no dieron la cara por los agentes y mandos, y el cuartel era un reino de taifas, con distintas facciones enfrentadas entre sí. El resultado fue una carnicería de dimensiones bíblicas: un centenar de policías imputados o investigados y casi una treintena encarcelados. La mayoría de ellos, inocentes.
Manolo Penalva ya era una estrella en Mallorca, casi tan famoso como el otro Manolo, ‘el del bombo'. Y su ego crecía por momentos, desbocado. Para sosegarlo tampoco ayudaba tener a Subirán de acusador público. Todo estaba listo para enterrar en vida a políticos como José María Rodríguez o Álvaro Gijón. Y abatir al archienemigo: Tolo Cursach.
Sólo cuando Ultima Hora desveló los vergonzantes wasaps con la madame los jueces frenaron su carrera meteórica. Ahora, con Penalva ya jubilado y con una generosa pensión que pagaremos todos, asaltan varios interrogantes: ¿Por qué la Audiencia no le paró los pies antes? ¿Cómo pudo ser que tanto él como Subirán pasearan armados por las calles de Palma y aprobaran los exámenes psicológicos si ahora resulta que son incapaces? ¿Quién reparará la escabechina de la pareja de jubilados? No hay más preguntas, señoría.