Se suele decir que a río revuelto, ganancia de pescadores y el hábil pescador Donald Trump ha venido a sacar tajada de la agitada escena geopolítica europea. Se han alineado los planetas para dibujar un escenario confuso que los más avispados aprovechan para meter la cuchara y llevarse el trozo de pastel más grande posible a la boca. Obviamente, aquí el único ganador es uno de esos hilos que manejan los títeres y que nunca está en primera fila: la todopoderosa industria bélica estadounidense.
El 17 de enero de 1961 el presidente de EEUU Dwight Eisenhower pronunció su discurso más recordado, antes de abandonar la Casa Blanca: en él advertía del inmenso poder que estaba adquiriendo el complejo militar-industrial de su país y de las funestas consecuencias que tendrían sus injerencias en la política. Ha llovido muchísimo desde entonces y el recuento de guerras inútiles en las que se ha metido Washington es interminable. ¿Para qué? Para hacer negocio. El armamento tiene fecha de caducidad, constantemente se innova y la tasa de retorno es altísima.
Vender armas es muy lucrativo. Tanto, que se estima que hay más de tres mil agencias gubernamentales estadounidenses involucradas en ese ámbito, con un millón de empleados y un billón de dólares en gasto anual. Que, por cierto, representa el 3,5 % de su PIB, lejos del cinco al que pretenden forzarnos. La guerra de Ucrania, la creación de un supuesto enemigo común en la figura de Vladímir Putin, el fantasma de la inestabilidad en Oriente Próximo… cualquier excusa es buena para frotarse las manos. El resultado del borreguismo y la patética sumisión que están demostrando los líderes europeos será una sangría económica. Y en esa guerra perdemos todos.