Tiburón

| Palma |

Se cumplen 50 años de la película que traumatizó a varias generaciones, entre ellas la mía. Tiburón, obra maestra de un jovencísimo Steven Spielberg, se estrenó en el verano de 1975 en Estados Unidos y llegó al año siguiente a España. La aterradora música de John Williams era la mitad del éxito de la cinta, como mínimo. Recuerdo que en Palma fuimos a verla al cine toda la familia y mi padre no se asustó cuando aquel bicho de siete metros se zampaba bañistas como quien masca palomitas. Normal, era un veterano periodista y sabía que los grandes escualos siempre están en tierra firme, no en el mar.

Cuando fui más mayor leí el libro homónimo de Peter Benchley, donde había una trama que no salía en la película: la esposa del rudo jefe de policía se enrollaba con el científico de gafitas. Muy lógico, porque la pobre señora pasaba mucho tiempo sola y se aburría como una ostra en aquel pueblo de pescadores. Otro puntazo de la cinta fue el cartel ochentero elegido, en el que una chica sin bañador (lo debía haber perdido por el oleaje, imaginamos) nadaba a crol en el océano, ignorando que de las profundidades emergía hacia ella un monstruo grande como un autobús articulado de la EMT.

Y que no traía buenas intenciones. Ahora, cuando ha pasado medio siglo de aquella joya cinematográfica, lo que estamos viviendo en Mallorca nos confirma que los tiburones andan sueltos y se dedican a la especulación inmobiliaria sangrienta. «¿Qué pide por ese octavo piso sin ascensor de 25 metros cuadrados?». «Sólo 2.500 euros al mes, porque es usted». Ese es el tiburón blanco.

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