Nos llega un rumor de fin de ciclo, el zumbido distraído de una abeja, apenas nada. Estamos en una casa a las afueras de Campos: una suerte de paraíso en mitad de un erial. Hay piscina, refrescos, cerveza, vino blanco, tomate rosa, jamón, queso y un hornillo de gas para una paella que comeremos a media tarde. El reloj marca la una y la tierra tiembla de calor.
Las niñas chapotean en la piscina mientras los adultos reviven a los muertos y entierran a los vivos. El mundo no parece girar. A la tercera cerveza, ya estoy en la piscina. Me trasformo en tiburón y las niñas patalean y gritan y me piden que no me vaya, que siga siendo el tiburón. Yo agito las aguas y rujo como un león acuático. De las ventanas de la casa brotan los acordes de una vieja canción de Camilo Sesto. Recuerdo mi infancia, un fogonazo, solo eso.
Salvo por los móviles, nada ha cambiado. Están la higuera, la parra, el calor, el olor a cloro y protector solar. Cuando me preguntan de dónde soy, yo siempre digo que vengo del verano. Algo de aquel niño, milagrosamente, sigue en mí.