Durante años, uno de mis programas favoritos de la tele fue el sorteo del cupón de la ONCE. Esa gente sí que sabía hacer programas de televisión. Nunca necesitaron de giros de guión inesperados ni de cliffhangers artificiosos. Les bastaba con recordarnos antes de empezar que existía una cosa que se llama el reintegro y ahí nos quedábamos todos bien pegaditos a la pantalla hasta el final. Pero es que, además, había noches en que aquello era tan emocionante o más que cualquier partido de la Champions. Ante el televisor, durante el sorteo del cupón viví en primera persona remontadas históricas -como aquella vez, con las tres últimas cifras-, y también grandes decepciones en tiempo de descuento -aquella maldita bola de las unidades cuando ya me veía anclando mi yate en las Bermudas- como no se han visto ni en el Bernabéu.
A veces, sin embargo, me gustaría ser como esas personas que de buena mañana se presentan en un despacho de lotería con media docena o más de décimos de la semana pasada para que se los miren uno a uno a ver si les ha tocado el gordo y nos tienen a todos los demás esperando media hora para poder echar una triste bonoloto. Podrían haber consultado los premios en el periódico o haberlos buscado por internet antes de salir de casa, pero prefieren esperar a llegar al despacho de lotería porque, por lo visto, no tienen prisa por ser millonarios. A mí lo que me pasa es que me puede la ansiedad. Si de repente me he hecho millonario -aunque sea poco, como con el cupón-, quiero saberlo inmediatamente.