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Lecciones de Tánger

| Palma |

Los que hemos dejado nuestros espacios, familia, amigos del parque, paisajes, sabores, olores, de alguna manera, cambiamos. Cambia nuestra visión del mundo, nuestra percepción del otro e, incluso, de nosotros mismos.

Decía Mark Twain que «Viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente» . Los que nos hemos instalado en otros lugares sabemos que ese periplo es de no retorno: podremos regresar a nuestra tierra, pero nunca volveremos a pensar, a sentir, a ser como el día que nos fuimos.

Tal vez, por eso, nos identificamos al instante, desarrollamos una automática conexión y empatía con otros que también se han ido, ya sean marroquíes, malagueños, irlandeses o vascos de Navarra (los vascos nacen donde quieren).

Entre los que se van están los que ni se integran ni quieren. Ni comer o beber cosas nuevas ni aprender lenguas varias ni intentar acercarse a la cultura receptora. Se cierran, se aíslan: dentro los recuerdos y la nostalgia; fuera una permanente sensación de hostilidad, de no pertenencia ni ganas. Luego están los que rechazan su cultura original pensando que serán más aceptados por los locales.

Otros, tras los nervios y miedo ante la certeza o error de nuestra decisión, vemos en el viaje la aventura, abrimos ojos y oídos a lo nuevo, agradecemos que nos acojan y nos sentimos acogidos, mostramos sana curiosidad por lo diferente y sumamos saberes a nuestras propias experiencias, enriqueciéndonos.

Todos estos comportamientos, créanme, son legítimos, no siempre justificables, a veces inexplicables, pero así son. Poco hay que juzgar sin haber calzado sus zapatos.

Y es que ser emigrante o inmigrante comporta un dolor, admitámoslo, no siempre fácil de gestionar ni de superar. Sea por motivos trágicos y forzados como exilio político o económico o decisiones propias, marchar siempre es triste y lo dice una emigrante de la tierra que parió la «morriña». Los propios alemanes condensan en una palabra de significado inequívoco este sentimiento: „Heimweh« (Heim=hogar, Weh= dolor).

Creo que los que hemos dado ese paso (menos aquellos a los que el, tal vez, trauma de la partida les deja encerrados en la añoranza de un mundo que no encontrarán ni cuando vuelvan) opinamos poco sin saber y hacemos menos sentencias gratuitas sobre lo desconocido. Nos molesta la ligereza y prepotencia de opinar, clasificar, estigmatizar a otras personas, comportamientos o países sin siquiera haberse acercado a ellos.

La vieja Europa habla con demasiada frecuencia desde la atalaya que le da su historia con inusitada soberbia y arrogancia. Olvida que ella no fue la primera, que antes de griegos y romanos, Egipto y Mesopotamia le daban mil vueltas en cultura, pensamiento… Y España, tantas veces (ustedes perdonen) peca, igualmente de etiquetar a ciudadanos y países, mostrando desconocimiento y resistencia a conocerlos (rayando, casi, en el desprecio).

Ahí está Portugal, abierto, amable, tan europeo, un país precioso de gente encantadora, de cultura, gastronomía, mil paisajes, que (casi) nunca está en la lista de destinos vacacionales de la mayoría de los españoles. O América Latina, acogedora de españoles que hicieron la maleta en épocas críticas, que nos quitó del hambre allí y aquí, con el dinero que trajeron los indianos, que arreglaron sus pueblos y crearon escuelas. Acordémonos, cuando ponemos calificativos a los que vienen a nuestro país por los mismos motivos que nosotros fuimos a los suyos.

¿Y Marruecos? Ese incrustado e injusto imaginario de pateras, casas de barro, hachís, pobreza y poco desarrollo (ay… el cine, el periodismo barato y esa tendencia a ningunear y catalogar por amor al arte).

Entonces llegas a Tánger y en el camino desde el aeropuerto ves una ciudad dinámica, que no duerme o se acuesta tarde, con nuevas construcciones, avenidas o, por fijarnos en todo, un césped por doquier cuidado que, como exclamó una compañera de la delegación, parece de revista.

Descubres la Medina con su cara lavada, renovada durante la pandemia, momento ideal para darle una vuelta a la ciudad, vacía de turistas. En el mercado te perderías durante horas recorriendo los mil puestos de verduras, flores, cestos, carnes bien despiezadas, mariscos y pescados, especias perfumadas, con una sensación de seguridad que contrasta con esas ideas que nos cuentan de los países del sur.

La gran avenida, metros ganados al mar, hoteles, casas plurifamiliares, locales diversos, la nueva marina, nos hablan de una ciudad en plena eclosión y progreso, sin olvidar quién es, conjugando la herencia del pasado con una apuesta por el futuro.

Fascinada quedé con la Cité des Métiers et des Compétences, centro de formación profesional recién inaugurado a petición de un rey que no duda en convocar a un equipo de expertos y encargarles que viajen a aquellos países notables en este tipo de oferta académica y le reporten qué han visto para así crear tan imponente campus.

Arquitectónicamente vistoso, operativo, creativo, amable y acogedor, con residencia para estudiantes, salón de actos, parques y zonas de ocio, espacios coworking y una serie de edificios dedicados a cada una de las especialidades que ofrecen. Todos los alumnos realizan la formación teórica y las prácticas in situ. Sin palabras me deja el espacio dedicado a la tecnología: máquinas punteras en tema metalúrgico, cadena de frío calor, neveras industriales, montaje de un automóvil o todo lo relacionado con electrónica y electricidad.

Cabe, entonces, reflexionar sobre dónde estamos nosotros en estos momentos. Sería un acierto bajar de la atalaya y aprender de los demás con la misma humildad con la que ellos salen a aprender de los que consideran saben más. Cabe pensar quiénes fuimos, cómo nos iba y cómo nos superamos, para entender que el camino de los demás es el mismo. Y cabe continuar esforzándose, en vez de pararse a comentar jugadas que no nos conciernen, no vaya a ser que, mientras nos entretenemos con juicios mediocres, nos metan a nosotros un gol.

Vuelvo de Tánger con olor a especias y a modernidad, con sabor a tradicionales pastas y a modernos martinis cortos, con decenas de imágenes en mi retina de otros tantos lugares que me han impresionado, deslumbrada, agradecida y con ganas de volver. Así recordaré este viaje: como un aprendizaje más, como una lección y, de alguna manera, como una cálida e inesperada caricia.*

Gracias a los ayuntamientos de Tánger y Palma, a la Fundación Euroáfrica, a Arabian Airlines y a Abderrahim Ouadrassi, quien un día, también se fue de su ciudad y que hoy tiene el honor de haber sido el nexo inestimable del hermanamiento de su Tánger natal con la Palma que le acogió. No puede haber nada más bonito.

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