El otro día, justo cuando estaba comiendo en un restaurante de Palma, me encontré con una vecina de mesa peculiar. Estaba sentada con un grupo de gente, a pocos metros de la mesa que yo ocupaba, y parecía simpática y dicharachera. El restaurante, un emblemático de Palma de toda la vida, resultaba agradable y favorecedor de conversaciones. En un momento dado, la tal señora necesitó levantarse para ir al lavabo. Como el lugar estaba lleno, la distancia entre las mesas no era muy grande. Ante el momento de estrechez imposible de solucionar, se le ocurrió pedirnos paso. Le dijimos que por supuesto, faltaría más, y justo cuando se levantó cruzamos las cuatro frases de rigor entre personas bien educadas. No sé cómo la señora sacó a relucir que era una auténtica políglota. Parece que una cosa no tiene nada que ver con la otra. Qué relación hay entre levantarse para dar paso a alguien y que ese alguien saque a relucir cuántas lenguas habla? Son misterios del ambiente relajado y del alcohol, sin duda.
En cualquier caso, la susodicha nos explicó con orgullo que dominaba siete idiomas. Naturalmente le preguntamos qué idiomas hablaba. Entonces comenzó a enumerar lenguas y, entre ellas, dijo «mallorquín». Mi respuesta fue de impulso inmediato: - «Qué bien! -exclamé- habla mallorquín». Me salió del alma y lo dije sin tapujos, de golpe, como si me hubiesen descubierto algo imposible. Ella me miró de reojo por encima del hombro e indicó - «Por supuesto. Soy mallorquina». A punto estuve de decirle que no debe darse nada por supuesto, que muchas personas se consideran de Mallorca sin hablar esa lengua, que todo es muy difícil y que el catalán de Mallorca corre un grave peligro de extinción. Pero me callé, como hacemos los mallorquines tantas veces, algo desconcertada y triste por haberme alegrado por una situación que tendría que ser normal. No lo es. Qué sucedería si alguien se emocionase e ilusionase a la par porque un francés le asegurase que habla francés? Lo ignoro.