Nos hemos hermanado con la ciudad francesa de Perpiñán -Perpinyà, si lo prefieres- capital del Rosselló. Palma y Perpiñán han utilizado la disculpa del setecientos aniversario de la muerte del rey Sanxo I de Mallorca, para estrechar lazos institucionales, culturales y sociales. La semana pasada se consumó el idilio. Los alcaldes recordaron los orígenes comunes de las dos localidades como justificación del hermanamiento. A la sombra del Reino de Mallorca, Perpiñán y Palma convirtieron su Edad Media en uno de los momentos de mayor esplendor histórico. Bravo por la iniciativa y enhorabuena por el objetivo alcanzado.
Desde el punto de vista político, los hermanamientos entre ciudades suelen ser habituales. No conozco ninguna ciudad que no esté hermanada con otra o con otras. Palma se acaba de hermanar con Perpiñán, pero muchos no sabrán que antes de Perpiñán nos habíamos hermanado con la alemana Düsseldorf, con las italianas Portofino, Bari y Alguero. Que también estamos hermanados con las poblaciones de ultramarinas Xalapa-Enríquez de México, la argentina Mar del Plata, la uruguaya Punta del Este y la norteamericana Santa Bárbara. Todas hermanadas con nosotros y nosotros con ellas por razones distintas y a la vez distantes, que van desde cuestiones históricas, culturales y comerciales hasta motivaciones políticas. Sin embargo y viendo las hermandades que teníamos y muchos no conocíamos, me pregunto: Para qué sirven estos hermanamientos. Cuál es la finalidad práctica de estas iniciativas locales. En qué afectan estas familiaridades a la ciudadanía de las localidades hermanadas. Tengo la impresión de que estamos ante meros ejercicios protocolarios de los que, pasado un tiempo, nadie recuerda algo. Quizás, como alguien propuso hace siglos, sería más práctico hermanarnos con todos los pueblos del mundo.