Hace sesenta años, el activismo político en favor de los derechos civiles y la no violencia, y contra la guerra de Vietnam de Joan Báez, cantante folk de voz prodigiosa y unos agudos extraordinarios, ocupaba más espacio en los noticiarios que sus memorables conciertos. Me pasé la primera juventud viéndola en toda clase de manifestaciones y protestas, que a veces acababan en la cárcel, porque en aquellos días contraculturales de estética hippy, aquella joven neoyorquina de ascendencia mexicana y largas faldas floreadas, no sólo inventó con cuatro gatos la canción protesta, sino el activismo en sí. Cierto que mucha gente actuaba, pero no se les llamaba activistas. No se les llamaba de ninguna manera.
Un reciente documental sobre esta pionera cantarina me ha recordado que Joan Báez sigue viva, tiene 83 años, pelo corto y blanco de abuelita, y parece que por fin, tras cumplir ese moderno ritual de confesarse públicamente como San Agustín, con rasgamiento de vestiduras (y acusando a su padre, notable matemático y físico, de haber abusado de ella), por fin se ha quedado tranquila. Es decir, que sigue protestando (de Trump, por ejemplo), pero con serenidad.
Con el tiempo, el mundo ha mejorado en algunas cosas, y empeorado mucho en otras, pero ya no es posible una Joan Báez de larga melena que lo cante guitarra en ristre. ¡Con esos agudos…! Protestamos mucho, pero mal. Y como los jóvenes ya no la conocen, mi deber es recordarla y agradecer que siga viva y hermosa. Que yo sepa, sólo tuvo un defecto. Su mal gusto en materia de hombres. Promovió y casi se inventó a Bob Dylan cuando ella era una estrella, y ya adulta, hasta fue novia de Steve Jobs, el de Apple. Ni lo uno ni lo otro funcionó. Como su madre, escocesa, vivió más de cien años, espero que Joan Báez dure mucho. Nos hace falta.