Corría el año 2001, vivía y estudiaba en Roma. El Papa San Juan Pablo II había introducido a la Iglesia católica en el tercer milenio con mano firme. Lo conocí personalmente, lo traté, conoció a mis padres y a la mayor de mis hermanas en 2003 en una inolvidable audiencia privada. Un gigante, más que eso, un santo. A Benedicto XVI lo conocí como Cardenal Ratzinger. Primero en Pamplona, cuando estudiaba filosofía en la Universidad de Navarra, después en Roma. Un hombre de una inteligencia aguda, excepcionalmente fino, cuidadoso y preciso en todas sus palabras. Recuerdo como una vez al decirle irónicamente que era de Menorca y que esa diócesis española era la más cercana a Roma, al menos geográficamente, sonrió de forma pícara y contestó que a sus compatriotas les gustaba mucho veranear ahí. Al despedirse de mí lo hizo esbozando una amplia sonrisa y agradeciéndome con sus ojillos vivos y despiertos la ocurrencia con la que lo había asaltado.
Precisamente en la primavera de 2001 había quedado a manteles con unos viejos amigos teólogos y canonistas del Opus Dei. Entonces yo estudiaba Teología en la Universidad Gregoriana de los jesuitas (la misma que fundó San Ignacio de Loyola en el Siglo XVI) y derecho en el Angelicum de los dominicos. La cita fue en una conocida trattoria cerca del Senado italiano, en el Corso del Rinascimento, junto a la Basílica de Sant’Agostino, donde conocí, ya en el ocaso de su vida, al grande ex de todo de la política italiana y a la sazón senador vitalicio Giulio Andreotti (conviene recordar aquí las palabras del ya difunto sabio político italiano que le gustaba repetir ante las muchas crisis políticas de Italia: La situazione è disperata ma non seria). En realidad es el título de una película, pero como muy bien decía Andreotti: «Excepto las guerras púnicas, se me atribuye todo». O aquello dicho siempre por los italianos al desconocer la veracidad de una acertada cita: se non è vero, è ben trovato.
La pasta asciutta se dejaba comer, el vino blanco da tavola acompañaba con dignidad el ágape. La conversación fluía, como fluyen los encuentros con viejos amigos y hermanos. Roma estaba imponente, como siempre. La impetuosidad y urgencia de José Luis Illanes no se hizo esperar, me espetó la pregunta que le reconcomía por dentro: «Oye Xisco, ¿y el Padre Luis Ladaria qué tal? ¿Y el Padre Gianfranco Ghirlanda?... «Bueno, bueno D. José Luis ya voy», vayamos por partes. Illanes se rio con su risa sevillana, franca, amable y simpática. Ladaria, le dije, discípulo de Karl Rahner, lo sigue hasta que su maestro de desvía del camino, entonces lo abandona. Ladaria es un gran teógolo, inteligente, listo, humilde y santo. Ghirlanda, es canonista, un hombre de una gran agudeza intelectual. Este último tenía la fijación del lugar que ocupaba el Opus Dei en la Iglesia y ello le ha perseguido toda su vida. Máximo asesor jurídico del actual Papa Francisco, está llevando sus ideas al extremo. Proseguí diciéndole a Illanes, y demás comensales, que según mi humilde opinión, si Ghirlanda llegaba a cardenal y tenía poder en la Iglesia tendríamos que comprarnos unos buenos paraguas, falta han hecho. Los dos, Ladaria y Ghirlanda, son actualmente octogenarios cardenales. Fueron profesores míos y al primero me atrevo a elevarlo a la categoría de amigo, he seguido teniendo trato con él.
El nuevo lugar que el Opus Dei ocupa en la Iglesia, desde un punto de vista estrictamente jurídico, es aquel que ha querido Dios y no tanto el Cardenal Ghirlanda o el mismo Papa Francisco. Lo sepan ellos o no, espero que sí, los dos no han sido más que instrumentos del plan divino. La contrariedad que representa la nueva situación no hace sino servir para que los miembros de la Obra hayan podido manifestar todavía más su amor por el Romano Pontífice, algo que ha desconcertado a propios y a extraños, por así decir. Este nuevo estatus jurídico junto con el hecho de que su Prelado, Mons. Fernando Ocáriz, haya sido despojado de sus insignias pontificales cual Capitán Dreyfus, no hace sino confirmar lo excesivo de la medida. Lo que se debía corregir, siempre lo hay, se podía haber hecho sin necesidad de llegar a este extremo. El hecho confirma la impotencia de poder hincarle el diente a una organización donde la mayoría de sus miembros siguen trabajando y rezando por la Iglesia y por el Papa. Claro que el Opus Dei, como toda organización humana, no es perfecto, tampoco lo es la Compañía de Jesús, ni muchísimo menos. Y si en la primera hay cosas que corregir, ni se imaginan ustedes en la segunda. Cervantes pone en boca de Sancho Panza: «En todas las casas cuecen habas; y en la mía, a calderadas». Y es que los eclesiásticos leen mucha literatura religiosa y poca literatura profana, pero esta última también es buena e instructiva. Los profesores de la Universidad de Salamanca (la Pontificia, donde hice los cursos de doctorado) sí leen y releen el Quijote para adquirir modos de decir y de expresar la grandeza de Dios.
He tenido la fortuna de estudiar en universidades del Opus Dei, de los jesuitas y de los dominicos, y puedo afirmar que, al fin y al cabo, es como conocer hermanos de una misma familia. Son hijos del mismo padre y de la misma madre, pero aun teniendo los mismos apellidos son distintos. Como nos gusta a los humanos pelear y luchar entre nosotros, siempre a la caza y captura del enemigo. Teorías conspirativas. Búsqueda incesante y enfermiza del traidor. Purgas sin fin. Todo para que la muerte nos de la lección de vida más grande que pueda haber: otros vendrán y lo cambiarán todo. También cambiará el traje jurídico del Opus Dei, seguirá cambiando con el devenir de los tiempos, pero ello no será óbice para la santificación de la vida ordinaria de sus miembros. Dios escribe derecho con renglones torcidos. El itinerario jurídico del Opus Dei acabará, naturalmente, con la Parusía. Esta última idea se la oí decir de manera incesante a Enrique de la Lama, historiador de la Universidad de Navarra y sacerdote, con el que tuve la suerte de convivir varios años en un Colegio Mayor en Pamplona, del que él era su director espiritual. Fue asesor eclesiástico del Embajador español ante la Santa Sede los últimos años de Franco, momentos muy tensos y difíciles en las relaciones del Jefe del Estado español con el Papa Pablo VI. La excomunión del anciano general estuvo mucho tiempo sobre la mesa del Papa, sin que éste la llegara nunca a firmar. Nadie sabrá nunca el importantísimo papel que llegó a jugar el profesor De la Lama en las relaciones del Estado español con la Santa Sede, sus idas y venidas de la Embajada de la Piazza Spagna al Vaticano fueron incesantes, fructíferas y a la vez extenuantes.
Retales de la historia de los Papas, del Opus Dei, de la Compañía de Jesús, de la Iglesia, y en definitiva de España. Momentos vividos en algunos casos como modestísimo actor; otros como espectador privilegiado; los más, con el testimonio de primera mano de sus propios protagonistas.