Hace ochenta y cinco años que murió el genial escritor Joseph Roth (1894-1939). Fue en París, adonde se había exiliado, cuando los nazis acababan de entrar en la ciudad. No pudo escapar. En realidad, toda su vida fue una especie de huida. Sin patria, sin domicilio fijo, alcoholizado y escribiendo en las mesas de los bares: así fueron sus últimos días.
Además de escritor de novelas y relatos, fue un prolífico autor de artículos que aparecieron en diversas publicaciones. Escribía casi sin descanso, sentado con su copa de absenta verde, y sabía que no podía parar. Cada año en agosto me acuerdo de él; me doy cuenta de lo difícil que es escribir un artículo diario, algo que, por otra parte, no me parece que esté valorado en absoluto. Porque no basta con escribir muchos artículos. Tienen que ser buenos.
Cierta vez, Roth le preguntó a su gran amigo Soma Morgernstern, también escritor, cuándo se le había deshecho el nudo. Como este no entendió la pregunta, él le contestó: «Te diré yo cómo se me deshizo a mí. Durante muchos años, después de cada artículo que escribía, tenía el terrible sentimiento de que era el último. ¿Cómo podría de esta manera escribir el siguiente? Fue leyendo a Marcel Proust como se me deshizo el nudo. Desde entonces, sé cómo tengo que escribir, aunque no imito a Proust en absoluto». A lo que Morgenstern respondió que a él le había pasado lo mismo escuchando la música de Modest Mussorgski.
Esta anécdota se me planta en la cabeza cada verano. Porque al pensar en el nudo, creo estar segura de que lo tengo desatado, pero no sé cómo lo he hecho. Supongo que fue hace tiempo, leyendo algo que no recuerdo exactamente. Puede que fuera leyendo a Roth.
Para ser un buen articulista debes creer sinceramente que mañana serás capaz de escribir otro artículo. Y al día siguiente, otro. Porque sabes que no hay fin. Y para ello, no tiene que haber nudos. Siempre sigues adelante. «A veces el mundo es tan diminuto, que le pierde uno el respeto», escribió Roth. Viéndolo así, tal vez sea más fácil conseguirlo.