Albert Einstein opinaba que «el nacionalismo es una enfermedad infantil de los pueblos; el sarampión de la humanidad», que juntamente con las religiones ha sido causante de innumerables guerras, que incomprensiblemente –salvo sea por desconocimiento histórico– algunos no hacen ascos a autoafirmarse como tales; en cuya opinión crítica coinciden, entre muchos otros, el malhumorado vasco de Cestona, Pío Baroja y el gallego de Padrón, no menos célebre; premio Nobel de literatura, Camilo José Cela. Poniendo todos ellos en cuestión la desigualdad que se establece a partir de las llamadas señas de identidad, que pueden ser una lengua, una religión, o una historia común; que, en determinados momentos, funcionan como elementos sagrados que concitan a la reunión de los portadores de tales atributos y que aíslan o segrega a quienes no gozan de tales rasgos identitarios, identificativos de los privilegio que reivindican justificándolos con ellos. De cuya esencia o materia, tangible o intangible debe poseerse por lo menos cierta dosis para poder ser considerados el equivalente a ‘pura sangre', ‘pata negra' o miembro de la ‘tribu nacional' correspondiente.
Una lengua propia (o de la que se apropian, que esta es otra) es la seña de identidad estrella. En nuestra comunidad lo sabemos por experiencia. No por casualidad quienes se afirman nacionalistas están muy sensibilizados con las cuestiones lingüística y por eso se exacerban cuando se propugna el bilingüismo constitucional; que no es sino una realidad social y legal tangible pero que les inutiliza el principio de que «La lengua es la patria», como dijo Prat de la Riba, si no me falla la memoria. Principio que además pretenden inamovible como se declararon en su día las leyes fundamentales del régimen anterior. Una lengua común o franca y tan potente como la española, les revienta los planteamientos ideológicos y les pone de los nervios. Siendo una constante que se estigmatice a quienes mantienen opiniones contrarias, tildándoles de «fascistas» o su apócope «facha». Expresiones cogidas prestadas de los comunistas (a cuyo nombre tampoco hacen ascos por cierto), con los que vienen insultando toda la vida.
No ocurriéndoseles pensar que si hubiera por esos mundos tantos «fachas» como ven o dicen que ven, no vivirían tan bien como viven. No gozarían de la libertad ni las comodidades que en todos los órdenes disfrutan, incluso cobrando, algunos, un sueldo público. No tienen remedio y nosotros estamos acostumbrados.