Tengo un vecino en el barrio que siempre sonríe. Tiene una sonrisa beatífica. No bobalicona. En estos días de calentamiento general es un bálsamo verle. Mi vecino va en silla de ruedas. He visto al paso de los años como ha perdido la movilidad, desde aquellos andares torpes con un zapatón que le equilibraba a su actual dependencia. Siempre le veo solo. No pierde la sonrisa.
No sé ni cómo se llama ni dónde vive. Solo que me alegra verle, me conforta que en esta vida en la que nos la pasamos quejándonos a la mínima contrariedad, los que no deberíamos, él, un hombre que no camina, de alguna manera vuela por la vida. Hoy, por primera vez en muchos años, le he visto acompañado. Creo que era su hermano. Se le parecía. Me dio un subidón verle con alguien, escuchar su voz, estábamos sentados en el mismo bar, en mesas muy cercanas, y como siempre nos saludamos.
Presencié la despedida. Le acompañó hasta el coche y mientras su supuesto hermano hablaba y hablaba por el teléfono móvil, mi vecino aguardaba su partida sin sonrisa, un poco serio, sin reproches. Esperó hasta que arrancó el motor. Mi vecino volvía a quedarse solo. Con su habitual ligereza, le dio a las ruedas de la silla con sus brazos delgados. Voló. A veces me pregunto si no estaría bien hablar con él. No lo hago. Solo nos saludamos y él siempre, siempre me sonríe. Una alegría que, sin embargo, me deja cariacontecida.
Miro en un vídeo la noticia del desalojo de unos trabajadores en Eivissa –la mayoría latinoamericanos– que están haciendo la temporada, y viven en furgonetas, caravanas, tiendas de campaña, pagando mes a mes, pagando 400 euros al mes por ¿una vivienda digna? Algunos llevan años viviendo en esa finca. El desalmado que les alquilaba no tenía licencia. Leo que hay detrás una historia con sesgo bíblico: tres hermanos son los dueños, y uno de ellos es el que se ha lucrado con este negocio de explotar la miseria. Los otros dos hermanos le han denunciado. La policía ha despejado los rastros de vida en esas ciudadelas que se levantan a lomos de este mundo de codicia, injusticia. Tanto dolor.
Eivissa es la cara y Balears el cuerpo de esta historia sin fin que nos cuenta, nos relata como especie depredadora que somos. En el anverso, chalets por los que se pagan hasta 30.000 euros al mes de alquiler, y en el reverso, arriendos de tapadillo a 600 euros la cama para quien levanta este motor económico que es el turismo sin piedad. Cuando salgan a la calle los trabajadores del turismo para pedir un modelo distinto –las camareras de piso, las kellys ya lo han hecho–, recuperaremos la dignidad de un sapiens atribulado.
¿Cómo puedo sonreír ante el pan de cada día de la maldad que nos cuenta como somos? Mi vecino avanza con la silla, solitario. ¿Qué diría? Estoy segura de que movería las ruedas de su silla para alejarse y que nadie le viera llorar en una esquina, él que siempre sonríe.