Han empezado los Juegos Olímpicos. Desde el prisma del que no compite es un evento que ofrece unas posibilidades tremendas. Se tira uno en el sofá y lo que caiga. Es una suspensión del interés habitual. El relax de dejarse ir, al margen del esfuerzo y la tensión de quien compite. El placer máximo está en convertirse en espectador de lo menos tenso, de la prueba en la que menos tensión emocional exista para el espectador. Nada de favoritismos personales ni nacionales. Indiferencia al resultado y gozo en el descubrimiento. Una especie de nirvana olímpico. Un ejemplo: bádminton, dobles mixtos. Ningún competidor patrio: pareja china contra estadounidense.
Tras superar la sorpresa de que lo que golpean se llama volante y va muy rápido, hay gestos curiosos. Durante el saque, la pareja receptora agita las raquetas, que no dejan de semejar a matamoscas, hacia el rival. Casi como sables. El saque, según se desprende del partido, no es una jugada decisiva en este juego. No hay puntos directos de salida. De ahí que sea más un reto que otra cosa. En esas salta la noticia y el expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, anuncia entre multitudes que está a punto de regresar a España. Es evidente la asociación bádminton con Puigdemont y cualquiera se imagina que los receptores del saque del expresident están agitando las raquetas como locos para recibir el servicio y que ese será solo el inicio del juego. El riesgo y la jugada son calculados. En el partido que retrasmiten al final todo se reduce a un jugador chino de cerca de dos metros que liquida a la pareja americana con facilidad. La jugada del expresident se antoja menos sencilla, un gesto para agitar el agua lo más posible porque solo ahí logrará algo. Con un pacto cerca en Catalunya entre Esquerra y el PSC, sin vía para la independencia, queda la agitación. Mover la raqueta en el aire. Ferocidad sin dientes.