El director del aeropuerto de Palma decía el otro día en una entrevista que con la reforma prevista no se van a ampliar las instalaciones, sino a «mejorar la experiencia del viajero». Estoy segura de que los expertos habrán analizado todas las opciones y se habrán decantado por la mejor, pero no sé qué entiende este señor por viajero. Para los que viajamos, un aeropuerto es el lugar donde tomamos el avión que nos lleva al destino elegido. Necesitamos cuartos de baño, puntos de recarga de móviles, asientos para la espera, máquina con botellines de agua y sándwiches y una cafetería, quizá algún sitio sencillo donde comer algo más consistente si la espera es muy larga o un quiosco con prensa y colorines para que pinten los niños. No estarían mal unas consignas donde dejar la maleta cuando la llevamos a cuestas y un buen sistema de transporte público hacia el centro de la ciudad. Lo demás es innecesario. Porque el aeropuerto no forma parte de la experiencia del viaje, solo es una zona de tránsito. Pero, ah, el negocio es el negocio. Por eso Son Sant Joan se va a convertir en un inmenso centro comercial –yo pensaba que ya lo es– que, para la mayoría de los viajeros, no supondrá más que otro estorbo. Ahora ya nos hacen recorrer decenas de metros sorteando puestos de venta de chocolatinas, alcohol, tabaco y perfumes dispuestos en zigzag, de forma que debes tener todos los sentidos alerta para no chocar. Anuncian que todo esto se va a multiplicar por mil con la sana intención de que antes de salir de viaje nos dejemos mil pavos ¿en qué? ¿Ropa, calzado, joyas, bolsos, un móvil nuevo? Lo mismo que encontramos en cualquier otro sitio del mundo. En fin, harán lo que quieran, pero a mí me sobran todos.
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