Leí con suma atención la sentencia de nuestro TSJ que desestimaba la demanda de un padre solicitando que, en el centro público en el que estudia su hijo, éste pudiera recibir un 25 por ciento de las clases en lengua castellana.
La resolución de la Sala -clara y didáctica como todas las del magistrado Fernando Socias- rechaza esta pretensión de ‘escuela a la carta', y lo hace por diversos motivos, el principal de los cuales es que nuestro sistema escolar no impone -a diferencia del de Cataluña- un modelo lingüístico único de inmersión en lengua catalana a todas las escuelas sostenidas con fondos públicos, sino que las familias disponen de distintas opciones de centros con diferentes proyectos lingüísticos en los que el castellano se imparte en proporción variable, siempre respetando que la mitad del horario escolar, como mínimo, se imparta en catalán, tal y como establece el artículo 135 de la Llei d'Educació de les Illes Balears.
La OCB emitió rápidamente un comunicado celebrando el sentido de la sentencia. Pero, leyendo ésta íntegramente, dicha celebración se me antoja, en el mejor de los casos, precipitada. Alguien se conformó con mirar el fallo, pero obvió estudiar los fundamentos jurídicos.
Porque lo que aclara la Sala es que es un derecho constitucional de los padres y los alumnos el recibir clases en castellano -conviviendo, obviamente, con el catalán, ambas como lenguas vehiculares-, pero este derecho solo obliga a la Administración educativa a facilitar plazas en aquellos centros que tengan una oferta acorde con esa demanda de las familias, no a forzar a cada centro en concreto a impartir en castellano ningún porcentaje del horario.
El problema radica en que esta garantía se cumple únicamente en la escuela privada concertada, porque ni un solo centro público ofrece un proyecto lingüístico -al menos, sobre el papel- en el que el castellano sea lengua vehicular más allá de la asignatura de Lengua y literatura castellanas.
Y ahí es donde la alegría de la OCB se muestra más injustificada. Porque el día en que una familia rechace que sus hijos sean escolarizados en un determinado centro privado concertado -ya sea por no compartir su ideario, por su ubicación, o, simplemente, por preferir la escuela pública- y, al mismo tiempo, exija la satisfacción de su derecho constitucional a que sus hijos reciban docencia en español, la Administración tendrá que forzar a algún centro público a ofrecer lo que sindicatos y entidades de la pública, además de la OCB y los partidos nacionalistas, se resisten a hacer: clases en castellano.
De ahí que la alegría de la OCB ante esta sentencia case muy mal con su cruzada e impugnación ante los Tribunales del Pla Pilot de la Conselleria de Antoni Vera, porque precisamente dicho plan va encaminado a que haya una oferta lingüística suficiente que evite que, a la postre, la administración se vea forzada a imponer modelos o proyectos lingüísticos a determinados centros públicos.
Si hubiera un pequeño porcentaje de escuelas públicas e institutos acogidos al Pla Pilot, el resto tendrían garantizado poder seguir aplicando un modelo de inmersión. Es, en la práctica, lo que sucede en la concertada, en la que las familias tienen una oferta mucho más variada, para todos los gustos.