Las informaciones sobre la guerra de Gaza vienen llenas de titulares grandilocuentes, seguramente un intento de los medios por asegurarse de que el interés no decaiga. Hace un año ocurría lo mismo con las desventuras de los ucranianos. A menudo los televidentes, lectores de prensa o radioyentes acaban saturados de escuchar siempre lo mismo. Nos dicen que la hambruna está a las puertas de la población desplazada, más de un millón de personas que sobreviven como pueden bajo la amenaza constante de otro bombardeo. Nos muestran los cuerpos cubiertos de las víctimas, los edificios destruidos, el dolor de las madres que se aferran al cadáver de un hijo muerto. Es la imagen icónica de cualquier guerra. El horror en estado puro. También nos cuentan que es la peor catástrofe humanitaria en dos décadas en todo el planeta. Pues mira, no. Aunque parezca increíble, hay lugares igual de infernales que la Franja, quizá incluso peores. Lo que ocurre es que están más lejos y afectan a personas que se parecen menos a nosotros. O eso nos hacen creer, porque el racismo y el caduco espíritu colonial todavía están a la orden del día. Por eso los ignoramos. Estados Unidos asegura que la crisis de Haití es tan grave como la de Ucrania o Palestina. Y en la acomodaticia Europa eso nos suena a chino. Allí siempre han estado fatal, pensamos, porque la última imagen que tenemos del país es la de un terremoto devastador. Igual que Sudán, que identificamos –como la mayor parte de las naciones del África subsahariana– a una crisis permanente, eterna. Y no, en esas regiones alejadas también sufren de una forma brutal. En Sudán, cuya guerra ha cumplido un año, son nueve millones los desplazados.
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