No sé si esta sensación existe en otros países, pero me atrevo a afirmar que nunca habíamos sido una sociedad tan formada y, a la vez, tan manipulable. Perjudicados y engañados por quienes nos gobiernan y nos representan, que, además, no atienden al interés general que es tan fácil de invocar y tan difícil de preservar. No es una cuestión de un presidente que se mantiene en el cargo o de un director general que es cesado como menor de los males. No voy a hacer leña del árbol caído ni tampoco reproducir tantas defensas o ataques (extremadamente exacerbados) que hemos leído y escuchado durante estos cinco días.
Nos obligan a tomar partido para forjar una polarización y al final las arbitrariedades se producen en todas las formaciones que avanzan hacia una democracia decadente. Como si la decadencia tuviera una causa ajena a aquellos políticos que fácilmente tienden a su interés personal y a su ego. Levantamos muros ante el entendimiento y –como he dicho en otras ocasiones– la política es una partida de póker que ahora pretende afectar a una justicia que no funciona y que es lenta pero que mantiene una consistencia mucho más loable que el poder ejecutivo. Atender a los fines es fundamental y ello no está ocurriendo si no se gobierna para todos y si se nos dirige al enfrentamiento. Manipulamos la información, hostigamos a los periodistas, removemos vidas privadas para intentar mantener un relato que conviene y que soporta al político de turno. No hay independencia ni libertad porque nos sitúan como enemigo al que piensa diferente.
Creo que ello dista enormemente de ese espíritu de la transición que requeriría mucho más estudio que la guerra incivil que actualmente ha transmutado en colectivos y asociaciones que reciben ayudas y subvenciones para agitar de manera hostil el peor de nuestros pasados. He hablado de una política de combate que justifica lo injustificable y que también es capaz de crear escenografías con el fin de preservar o aumentar votos. Porque tantas noticias que son actualidad están sobradamente preparadas y sopesadas. Ellos y nosotros somos títeres de una función que ni tan siquiera es entretenida. Porque estos cinco días no han resuelto nada y han generado un poco más de crispación. La democracia se ha convertido en un frente que estallaría fácilmente si no fuera por la bonanza que provoca todo aquello que se aleja del creciente y preocupante intervencionismo. Los problemas que deben resolverse no entienden de política paripé ni tampoco de escenografías. Los políticos deberían saber partir y cerrar ciclos, deberían dejar un sistema mejor de la que encontraron. Los que salen deberían volver a su trabajo y familias con todo el orgullo personal y los reconocimientos sociales posibles. Nada más lejano a ello, lo hemos visto estos últimos días. Da igual que sea política balear o estatal; todo lo malo se extiende demasiado rápido, ya está descomunalmente arraigado. Lo malo y lo bueno, demasiado categórico y profundo para ser actual.