Esta semana, en Canarias, un idiota decidía que tenía que hacer volar su dron en una zona afectada por el tráfico aéreo. El aeropuerto de Gran Canaria tuvo que cerrar durante hora y media y hasta 14 vuelos tuvieron que ser desviados. Por algo hay unas normas, aunque algunos se piensan que no va con ellos. Hace poco, yendo de excursión por el Torrent de Pareis, otro dron hacía pasadas sobre nuestras cabezas, haciendo un vuelo de reconocimiento.
Y luego está nuestra cala secreta, de difícil acceso, en la que nos refugiamos cuando la playa de diario está demasiado repleta. No sale en las guías de viaje pero es igual, ya tenemos drones tomando espectaculares tomas aéreas. Hace unos años, un helicóptero con unos antropólogos encontraron en el Amazonas una tribu desconocida que jamás había tenido contacto con el hombre blanco. Su respuesta, la de los nativos, fue la de apuntarles con sus cerbatanas para alejar a ese bicho volador. Ya mismo acabaré haciendo lo mismo con los drones que sobrevuelan nuestras calles, nuestras playas recónditas, para luego colgar las imágenes en Instagram y sufrir, otra vez, la avalancha de turistas.
Pero este fin de semana hemos encontrado una finalidad mucho más inquietante para los drones: un ejército de 300 aparatos voladores han partido de Irán hacia Israel para bombardearlos. Han tardado unas ocho horas en llegar y se dice que casi todos han sido abatidos. Pero no deja de ser inquietante que un pequeño robot pueda lanzarse desde otro país cargado de ojivas explosivas. La muerte se dirige hacia el pueblo con solo unas coordenadas del GPS. El futuro ya está aquí pero pinta negro.