Los cincuenta son los nuevos veinte. Por desgracia, no me refiero a un tema de edad. El medio siglo del DNI sigue pesando y que una mujer de 54 años vaya a Eurovisión es más noticia que el hecho de que maúlle como un gato. Dios nos libre de volver a tener poco más de la mayoría de edad ahora que ya habíamos pasado por ese trámite. En realidad, los billetes de cincuenta son los nuevos veinte. Antes una podía salir a la calle con un billete azul y le cundía para tomarse unas cañas y cenar algo. O entrar en el supermercado y llevarse una bolsa de alimentos para unos cuantos días. O entrar en una librería y adquirir un libro grueso.
En esta era nueva, sin embargo, los cincuenta euros son los nuevos veinte y ahora hay que llevar billetes dorados para hacer algo en la vida. Ya hemos normalizado hacer la compra y que la cajera ya nos diga con voz monótona: «Son ciento cuarenta euros». Así, en un momento. Llevando un par de paquetes de leche, agua para una semana, apaño de carne para un par de días y repuesto de fondo de despensa como latas de tomate triturado. El otro día, en el Mercadona de mi barrio, esperaba mi turno para pagar y observaba a una pareja que a mi lado descargaba el contenido de su carro: paquetes de macarrones y botes de tomate. Una docena de cada. Había lugar para una bolsa de patatillas y un pack de yogures. A eso hemos llegado, a tener que comer pasta y tomate. Son los neopobres que cuando el CIS llama a su casa, consideran que están atravesando una mala temporada. Quizás demasiado larga.