Cuando en los vuelos nos indican que hay que poner el modo avión en los móviles, mi mente se desconecta. Está preparada para no recibir llamadas, ni wasaps, ni mails, ni información a destajo. Transmite esa actitud propicia al reposo, que me permite la somnolencia.
Según la época del año que nos toca vivir, nuestras mentes se adaptan a un «modo» o una actitud diferentes. Asociamos las vacaciones veraniegas con el sol y la diversión. Vinculamos los inicios de curso al volver a empezar. La Semana Santa pueden ser procesiones o viajes: la primavera que resucita al mundo.
Cuando las luces navideñas empiezan a encender las calles, parece que el mundo nos invita a ponernos en modo Navidad. Se habla de la alegría de la Navidad, de las reuniones familiares, de las cenas que nos permiten reencontrar a los amigos, de los regalos hechos con ilusión, de los villancicos (en Mallorca, el canto magnífico de la Sibil·la) y la fiesta.
Sin embargo, muchas personas no pueden vivir esa fiesta. Me refiero a los que están solos, a los que han perdido a un ser querido, a los que sufren dificultades económicas, a los que tienen problemas de salud. La Navidad (su márketing, su imposición de felicidad colectiva, sus tópicos) nos impone una actitud que puede resultar falsa o simulada. Es cierto: para muchos la navidad no es fácil, aunque pretenda deslumbrarnos con anuncios de champán y vestidos elegantes. La soledad y la añoranza aumentan cuando parece obligado divertirse, cuando la alegría no surge de forma espontánea. ¿Cómo podemos salvar la Navidad? ¿Es posible recuperarla un poquito? ¿Ilusionarnos de nuevo?
No sé dar consejos, pero se me ocurren dos alternativas: si somos capaces de recordar a los niños que fuimos y de recuperar su curiosidad por la vida, su capacidad de exprimir cada minuto, inventaremos una nueva Navidad. Si sabemos añorar a los que perdimos agradeciendo su paso por nuestras vidas, y valorando la presencia de los que ahora están ahí, dibujaremos una sonrisa otra vez.