Ayer reflexionábamos sobre el diámetro del foco que ponemos cuando se trata de un problema que va más allá de lo cotidiano, de lo que podríamos considerar humano. De cómo los grandes líderes mundiales miran muy por encima de nosotros, que no somos más que personitas ajetreadas cuyas vidas son fácilmente sustituibles. De hecho, en un planeta con ocho mil millones de habitantes, que falten unos cuantos no es ningún problema. Más bien lo contrario.
Lo importante, a esa escala planetaria, es lo grande, lo general, lo que marca un antes y un después a nivel histórico. Lo que está ocurriendo ahora mismo en Israel es sintomático. Han muerto miles de personas en dos meses, se han destruido barrios enteros, infraestructuras que costó millones levantar, se manifiestan por millares a diario en todas las ciudades del mundo, pero el conflicto continúa. Desde aquí abajo, donde respiramos los mindundis, lo que se ve es una crueldad y una total falta de empatía de los líderes hacia las familias que sufren. Pero eso, a nivel estratégico, carece de importancia, porque lo que realmente está en peligro es mucho más grande y sus consecuencias podrían ser infinitamente más graves. Lo que está en riesgo es el único país democrático de una enorme región que, de desaparecer, convertiría en un polvorín integrista una zona estratégica, demasiado cercana a Europa, de inmensa capacidad económica y que cuenta con arsenales nucleares. Israel es mucho más que ese pequeño país judío insertado en el corazón del mundo musulmán. Es el emblema de los valores democráticos, de los derechos humanos, de Occidente y su cultura milenaria. Esto va más allá de la religión, va de un modo de conformar el mundo y la vida.