Recuerdo cuando recibí mi primera citación judicial como periodista. Acababa de licenciarme y escribía entonces en el periódico de mayor difusión en España. El juez me requería por informaciones que había publicado sobre un sumario declarado secreto sobre varios asesinatos de mujeres. Me arriesgué a difundir parte de la instrucción; me pareció justificado por la gravedad de los hechos y la preocupación social. Y me limité a informar de lo que tenía relevancia pública, huyendo de vulnerar la intimidad del imputado y de las víctimas, cuidando no interferir en la investigación y dejando al margen los datos escabrosos. Tuve suerte porque el juez retiró la citación y nunca tuve que ir a declarar.
Menos suerte ha tenido una periodista de Huelva, condenada a dos años de cárcel e inhabilitación para el ejercicio de la profesión en dicho plazo, además del pago de 30.000 euros de indemnización y 3.200 de multa, por publicar información judicial que ni siquiera estaba bajo secreto de sumario. Esta reciente sentencia es inédita en España y marca un precedente peligroso para el periodismo y, por ende, para el derecho a la información de la ciudadanía, entre otras cosas porque los magistrados determinan qué puede conocer la sociedad y qué no.
La Audiencia asume la existencia de una filtración, pero castiga al mensajero en lugar de a la fuente. En cualquier caso, yo soy de las que piensa que a los filtradores, muchas veces héroes, habría que protegerlos porque sin su valentía, como la realidad ha demostrado, la opinión pública no habría conocido corrupciones y delitos que otras instancias habrían tenido interés en ocultar. Así pues, las filtraciones han supuesto avances sumamente relevantes en investigaciones y su publicación ha sido garantía de protección para la integridad física de la fuente. Perseguirlas es callar a las futuras y destruir el periodismo libre. Protegerlas es amparar la verdad. De ahí la importancia del secreto profesional.
El caso de la redactora condenada ahora afecta al asesinato de una joven y el fallo alude a la violación del derecho a la intimidad personal y familiar de la víctima. La sentencia considera que algunos detalles publicados eran innecesarios o irrelevantes para el interés público, entre ellos las últimas imágenes con vida de la fallecida. Censurable habría sido que se publicaran del cadáver.
Cierto es que pormenores sobre las causas de la muerte podrían derivar en sensacionalismo, pero estoy segura de que pocos periodistas, al menos de prensa o programas informativos, tienen afán escabroso. Es más, seguro que todos buscan poner el foco en el culpable para que pague por su crimen. Cuántas veces la difusión pública ha permitido que los casos no se olviden y continúen las investigaciones para hacer justicia a las víctimas.
En un alarde de sensatez la Fiscalía, que había pedido dos años de cárcel para la reportera y otro periodista absuelto, ha recurrido ahora la sentencia ante el TSJ de Andalucía solicitando rebajar la pena por «excesos periodísticos» (sic) a nueve meses. No tiene ningún sentido judicalizar el periodismo y menos aún por la vía penal. Simplemente porque está al servicio de la verdad.