En este país estamos acostumbrados al nefasto efecto yoyó en los planes de educación que cada ministro nuevo se empeña en implementar, para desesperación de padres y profesores y en perjuicio, siempre, de los alumnos, que cada década salen menos preparados del colegio. Esa ridícula costumbre se debe a que los grandes partidos políticos españoles han sido incapaces, secularmente, de ponerse de acuerdo en los asuntos cruciales que afectan a los ciudadanos. Aparte de la sacrosanta integridad territorial y del más sacrosanto aún acuerdo con la Santa Sede, el resto de cuestiones de interés nacional se convierten en una pelota de ping pong que se lanzan unos contra otros. Por eso, ahora que se están formando gobiernos autonómicos en pactos de derechas en lugares donde antes gobernaba la izquierda, lo primero que hacen los nuevos mandamases es derogar leyes ya aprobadas. Ha sido, también, el mantra cansinamente pronunciado por Alberto Núñez Feijóo durante toda la campaña: derogar el sanchismo. Una clara muestra de su falta de ideas propias. Ocurre entonces que en determinado territorio, donde los ciudadanos contaban ya con una legislación equis relativa a la memoria histórica, a los derechos de los trans o lo que sea, de pronto se ven privados de esos derechos que se consideraban conquistados. ¿No es una total falta de respeto a los gobernados? Asuntos de tanta trascendencia, que determinan cómo vivirán colectivos o individuos, deberían amarrarse en las más altas esferas de poder con pactos indestructibles. No se pueden garantizar derechos durante cuatro años y que luego salten por los aires a capricho del último que llega. Eso solo demuestra la pésima calidad de nuestra clase política.
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