Qué país tan raro éste en el que un huido de la Justicia escondido en el maletero de un coche puede decidir quién va a presidir el Gobierno. Es el resultado del endiablado rompecabezas político que han configurado los electores en un escenario en el que gana finalmente los comicios quien consigue los apoyos parlamentarios suficientes para gobernar, aunque la lista más votada no sea la propia.
A pesar de las voces, algunas muy autorizadas como es el caso del colectivo Fernando de los Ríos (el histórico socialista Nicolás Redondo es su portavoz) planteen la urgencia de alcanzar algún tipo de acuerdo entre los dos grandes partidos de España, PP y PSOE, para dejar fuera de la ecuación a los extremistas de derecha e izquierda y a los partidos cuyo objetivo es la ruptura del orden constitucional. No sería tanto aspirar a una gran coalición a la alemana, sino sentar las bases de pactos de Estado para la regeneración de la vida política y la superación de la crispación originada a partir del no es no de Pedro Sánchez. Pero el presidente en funciones, ebrio de poder, no renunciará a su modelo que, además, con la posibilidad de repetir en la presidencia aun habiendo perdido las elecciones, considera validado por las urnas y por los gritos, terribles, de «no pasarán», escuchados la noche electoral frente a la sede del PSOE. Hay que pensar que los concentrados en Ferraz coreaban un lema que les debía parecer sonoro, ignorantes de su verdadero significado, porque en caso contrario hay que echarse a temblar.
Las risas, abrazos y festejos socialistas son el primer paso de la operación de enmascaramiento de la derrota. Ahora se trata de ganar tiempo para negociar una investidura que ni mucho menos será fácil. Excepto a Otegi (Bildu), las cosas no han salido bien a los independentistas catalanes. La política de acercamiento de ERC al Gobierno de Sánchez ha sido castigada en las urnas y el PNV tampoco tiene motivos de satisfacción. Y ahí está, crecido, Puigdemont, que sigue apostando por la confrontación con el Estado y no parece, hoy por hoy, dispuesto a plegarse a las componendas de Sánchez, que ofrecerá alguna fórmula de indulto en lugar de la amnistía que reclama Junts u otra mesa de negociación en vez del referéndum de autodeterminación. Lo que sea menester. Pedro Sánchez tiene comprobado que el poder es el argumento más convincente. Si hasta Yolanda Díaz quiere repetir como vicepresidenta habiendo perdido votos y escaños. Se lo recordarán constantemente los cinco de Podemos que ya han anunciado que se comportarán de manera autónoma, cuando así lo consideren, sin excesiva disciplina de grupo.
Enfrente del maremágnum de siglas con el que Sánchez pretenderá ser presidente, los 11 millones de votos del centro derecha han puesto de manifiesto que mientras exista Vox, el PP no gobernará. La prepotencia de los de Abascal negociando acuerdos autonómicos y municipales y la habilidosa manipulación desplegada por la izquierda ha movilizado a esa misma izquierda y ha convertido a Vox en un partido inservible para la alternativa. Pero, incapaces de un mínimo análisis crítico, la responsabilidad es de otros, del PP y de los medios de comunicación. Además, Vox es antipático. ¿Era necesario el desplante del presidente del Parlament a los niños saharauis?