Saltó la sorpresa y el centroderecha no alcanzó el domingo la mayoría absoluta del Congreso, pese a los más de tres millones de votos que el PP logró crecer. Lo demás está por ver cómo acaba, aunque lo más probable es, obviamente, que el incombustible Sánchez repita pacto frentepopulista y multicolor, ahora con un gobierno más cautivo que nunca de las minorías.
Pero, de todos los factores que influyeron en ese inesperado resultado, el único que constituye una evidencia total es el perverso efecto de la división del voto derivado de la escisión sufrida por los populares hace una década y que dio origen a Vox.
Nunca como el domingo el votante conservador habrá tenido más pruebas de la malísima idea que fue la fundación de una fuerza para satisfacer las ansias de protagonismo del ala más radical de la derecha española. Si una virtud había tenido precisamente el PP hasta 2013 era que aglutinaba en un partido interclasista a toda la derecha democrática, desde el centro liberal hasta los sectores más rancios, es decir, toda la diestra salvo cuatro frikis anclados en sucedáneos falangistas sin relevancia alguna.
Nacidos para acabar con el Estado de las autonomías, al que atribuyen todos los males –una muestra palpable de su insensatez–, y espoleados por la ola anticatalanista surgida de la radicalización del soberanismo que culminó en octubre de 2017 con la asonada de Puigdemont, los de Abascal creyeron que estaban ungidos para la misión de salvar a la patria, a diferencia de la que ellos tildaban despectivamente como «la derechita cobarde», ósea, el PP de Rajoy. Otros experimentos similares en Europa habían triunfado o rozaban el éxito.
Sin embargo, diez años después, concretamente el 23-J, este espejismo estalló en mil pedazos, puesto que una parte muy significativa del electorado se dio cuenta de que la única forma de ganar a Sánchez era concentrando los votos en una única opción, que obviamente no podía ser Vox, sino el Partido Popular de siempre.
Vox produce dos efectos. El primero, el propio de la división del voto de centroderecha. Si los once millones de sufragios que sumaban con los del PP se hubieran concentrado en el partido de Núñez Feijóo, éste sería presidente del Gobierno con unos holgados 186 escaños.
El segundo efecto indeseado de la mera existencia de Vox –legítima, por supuesto, pero catastrófica para la derecha– es que la sola posibilidad de que el PP tenga que pactar con ellos ahuyenta a una porción nada despreciable de los electores más moderados. Es decir, Vox no solo consigue que no le voten los ciudadanos del nicho electoral centrista, sino que impide que muchos de estos, que sí votarían sin problemas a Feijóo, desconfíen de los posibles pactos a posteriori a los que pueda verse obligado el líder popular.
La conclusión es la de que el notable descenso de apoyos de Vox constatado el domingo debe seguir produciéndose hasta que los potenciales votantes de centro y derecha entiendan que el PP solo podrá volver a gobernar en España cuando concentre todo el voto de esa porción del electorado.
Mientras tanto, una izquierda sin complejos para pactar con quien sea con tal de retener el poder –aun perdiendo las elecciones– podrá siempre conformar un gobierno. Paradójicamente, gracias a Vox.