Las campañas electorales son muy duras, y los candidatos llevan a cabo actividades que sólo volverán a repetir en la próxima campaña. Mi ingenuidad creía que, llegada la era digital, habría un cambio notable, y para ser ministro o presidente no sería necesario ponerse un casco, meterse en un ascensor, que te lleva a más de 50 metros de profundidad, y recorrer el túnel de una mina, en compañía de sudorosos cámaras, periodistas, sindicalistas, y gentes que viven de extravagancias semejantes.
Estamos a 18 meses de comenzar el primer cuarto del siglo XXI, y las escenificaciones de los candidatos son semejantes a las que se llevaban a cabo hacia finales del siglo XIX: visitas a hospitales, recorridos por residencias de niños abandonados, conversaciones con personas con las que es difícil hablar, debido a su avanzada edad... y un largo y complicado etcétera, que los votantes ni siquiera agradecen. Puede que lo más deslumbrante haya sido el descubrimiento del secreto de Yolanda Díaz, que ha decidido desvelar, y que no es otro que su vocación de planchadora. Jamás hubiéramos imaginado que la defensora del feminismo pata negra tuviera ese entusiasmo por planchar, que es algo así como si su colega y despreciada Irene Montero, ministra de Igualdad, nos descubriera que su entusiasmo por zurcir calcetines o por limpiar los baños.
Debido a la desconfianza de los electores, y al recelo con el que miran a los profesionales de la política, parece que el resultado del recital de plancha de la vicepresidenta del Gobierno de Pedro I, El Mentiroso, no ha conmovido al público, ni les va a impelir a que vayan a votarla en masa, con entusiasmo indescriptible. Más bien lo han observado, como lo hacen con ese candidato al que todo el mundo sabe que no le gustan los niños, y toma a uno en brazos para que le hagan la foto y, a los pocos segundos, se le nota incómodo, porque no sabe dónde dejar al niño.