En 1948, la ONU proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que contiene la plena autorrealización del hombre y apela a la justicia, al orden y a la convivencia social; por tanto, no todo son privilegios. Por otra parte, si retrocedemos 1.250 años antes de Cristo, la Biblia nos lleva al Monte Sinaí donde Moisés recibió las tablas de la ley de Dios con la inscripción de los diez mandamientos, los cuales son la base y el fundamento moral, al mismo tiempo que enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo.
Haciendo una comparativa reflexiva cívico-teológica entre los DDHH y el decálogo sagrado, aún teniendo en cuenta la distancia en el tiempo y la evolución del pensamiento, encontramos una similitud profunda de valores: las libertades individuales (civiles y/o religiosas), el derecho a la vida, el derecho de propiedad, los derechos laborales y tiempo libre, el respeto y cuidado por los más vulnerables, el sentido de la justicia y la verdad, la solidaridad y el amor al prójimo, la igualdad ante ley… En conclusión, la esencia y la inspiración de los derechos humanos no serían exclusivos de los dictados promulgados por la ONU en la historia contemporánea; su origen está en el la revelación del Monte Sinaí desde hace 3.270 años.