Lo que importa de verdad es que los pueblos del tercer mundo sean sujetos y no objetos de desarrollo. No hay verdadero desarrollo sin participación activa y responsable del pueblo al que se ayuda.
Nuestro apoyo al tercer mundo, por tanto, debería canalizarse siempre a través de organizaciones serias y eficientes, capaces de promover proyectos económico-sociales en los que los hombres y las mujeres de aquellos países empobrecidos se conviertan en los principales protagonistas de su desarrollo humano integral.
En el primer mundo, rico y desarrollado, empieza a notarse una alarmante fatiga de la solidaridad respecto al tercer mundo. Salvando honrosas excepciones de personas, grupos e instituciones que se preocupan por la miseria del sur, la gente del norte, en general, vive de espaldas a los gravísimos problemas de subdesarrollo (hambre, analfabetismo, sequía, enfermedades crónicas, sida...), que padecen los países del tercer mundo.