Antonio Primo de Rivera vivió violentamente y murió violentamente, pero en vida dispuso de los medios materiales para que su violencia orgánica, ideológica, temperamental, genética, que hoy podría ser estudiada por la psiquiatría y aun tratada con algún éxito por la farmacia, contribuyera poderosamente a que la patria que decía amar tanto se despeñara por el abismo de la brutalidad más sanguinaria.
Con el traslado de sus restos desde el Valle de los Caídos, el monumento de exaltación fascista con el que Franco quiso perpetuar su victoria, al cementerio madrileño de San Isidro, culmina en buena parte lo dictado por la Ley, y con ello también se deshace el absurdo de la presencia del ausente. ‘El ausente', que tal fue el nombre que desde sus filas se le otorgó durante la guerra devastadora que tanto empeño puso en provocar, le venía bien a Franco como eso, como ausente, como competidor liquidado en su común oficio de tinieblas, hasta que, ya enteramente desvanecido, le vino mejor como mártir, y se lo llevó a Cuelgamuros junto a sus víctimas, a las víctimas de ambos, aunque no revuelto con ellas. De allí ha partido finalmente, y hay que agradecer a la familia el decoro de no haber montado un número siniestro como el de la de Franco en similar ocasión.
Para lo que la reacción plutocrática quiso emplear a José Antonio y a su partido fascista, crear las condiciones para la destrucción del régimen democrático de la II República Española mediante la provocación, el asesinato y las acciones terroristas, le llegaba con su doctrina y su dialéctica, la de ‘los puños y las pistolas'. Y el marqués cumplió, atizó hasta el delirio la hoguera cainita, si bien cuando vio la muerte cerca, la suya, quiso presentarse de súbito como apóstol de la paz. Ya era tarde.
Ausente ya de veras, sólo cabe esperar que el valle que le acogió durante décadas vaya asordinando con sus hiedras los ecos terribles de aquél tiempo.