De un tiempo a esta parte, tengo la sensación de ser sospechosa de cualquier cosa. No solo yo, sino en general la mayoría de los mortales, los de andar por casa. Percibo una ligera y sutil invitación a tener que explicarme y o justificarme. La desconfianza cotiza al alza. La pandemia la ha engordado.
Un ejemplo. La otra mañana fui a la gasolinera de mi barrio, una de las pocas que aún tienen empleados que te atienden aunque ya hace años que tienes que ir a pagar a la caja. Mientras ibas al cajero, te vertían la gasolina en tu depósito. Ahora ya no. Ahora hasta que no has desembolsado el dinero, no te sirven. Un cliente preguntó y le dijeron que la medida era para evitar más robos, es decir, que llenos sus depósitos, se piraban sin pagar. Estoy segura que ha ocurrido pero también que los casos deben ser escasos. La perplejidad llegó después cuando el mismo cliente preguntó el trato desigual, el porqué sí habían atendido a otro cliente sin haber liquidado la factura antes. La respuesta fue la siguiente: Es que solo lo hacemos así cuando piden llenar el depósito. No entendí nada. ¿Ustedes?
Me sentí sujeto de escasa confianza. En aras del buen funcionamiento del mercado, del pay por todo, nos consideran ladronzuelos y por si las moscas, se toman las precauciones necesarias. Pague antes de ser atendido. La fórmula ya se empezó a aplicar hace décadas en algunos bares y cafeterías. Recuerdo que me sentí intimidada. Mi confianza de persona que liquida sus facturas perdía puntos ante un prejuicio que menoscababa mi manera de ir por el mundo. Afortunadamente, no suele ocurrir y predomina la confianza. Pago una vez he consumido.
Las transacciones son de naturaleza perversa desde que entró el dinero. ¿Qué hay más volátil que los mercados bursátiles, esos millones que nadie ve? Con el trueque, mirabas a los ojos y con un apretón de manos se cerraba la operación. Los gestos sellaban el significado. Confío en ti. Confía en mí. Siglos de prestamistas y banqueros nos han conducido a ser sospechosos habituales y eso significa estar atados de por vida a liquidar la deuda. Como la escena de Chaplin en Tiempos modernos, atados a la cinta de producción sin fin, uno acaba por anclar las piezas en la pechera del otro sospechoso habitual. Otro paria del sistema.
Sin ponerme estupenda ni trascendente, aunque en tiempos de muerte y resurrección como es la Pascua sería lo más propicio, confieso que no me gusta ser una habitual de la sospecha como no me agrada ser una sospechosa habitual. Nuestros días están contados y nuestra confianza la vamos a ceder a un algoritmo que se parece mucho a los novios que tuvimos o al último tendero que nos dejó a probar un gajo de mandarina antes de comprarle fruta. Sospecho de que cuando eso ocurra ya no habrá gasolineras. Confío en teletransportarme donde me lleve el corazón. ¡Felices Pascuas!