Mucha gente (primero iba a escribir todo el mundo, pero es la típica exageración); mucha gente, digo, mirará este año al 8 de marzo, el Día de la Mujer. En general, lo hará con una idea preconcebida, con la de decir –o escribir– «División». Hubo un reciente 8 de marzo inolvidable, el de 2018. Aquel año se convocó la primera huelga mundial de las mujeres en favor de un cambio global (era oportuno recordar a Lisístrata y a Aristófanes) y fue un éxito. La noche de ese 8 de marzo, después de las manifestaciones y del mensaje rotundo y multitudinario en las calles, también en Palma (España fue el país de Europa donde la movilización fue mayor) sólo podías sentir envidia de las mujeres, lo fueras o no. Luego llegó la manifestación de 2019, que siguió en esa línea aunque sin la novedad de la primera.
La de 2020 estuvo marcada por la pandemia y se utilizó por cierta derecha –pero también por ese patriarcado que se resiste a cualquier avance porque sabe que todo paso adelante de una mujer es un paso atrás (o a un lado) de un hombre– para señalar con el dedo y agitar la división. Este Gobierno de ahora ha aprobado normas de gran calado; algunas polémicas y que te hacen dudar y costará ir aplicando e, incluso, entendiendo. Este 8 de marzo llega en vísperas de unas elecciones en las que parece que todo vale. También agitar el temor patriarcal universal a un mundo donde decidan las mujeres. La de las mujeres es la única historia que todavía puede contarse como epopeya. Pese al miedo que provoca desde hace siglos. Quizá desde aquella historia de la manzana, el árbol, la serpiente y de los dioses que imponían su relato. Seguiré con interés el 8 de marzo, sabiendo que entrará en la pugna política y que se utilizará para hacer ruido. Por eso escribo antes, para callar ese día. El 8 de marzo, el protagonismo tiene que volver a ser de las mujeres.