Cuando, en una novela, he tenido que abordar la adolescencia de alguno de los personajes, he sentido una mezcla de vértigo y malestar, porque la recuerdo llena de tantas inseguridades como confusiones. Por fortuna, jamás sufrí desconcierto sobre mi identidad sexual, pero en el inmenso resto de cuestiones siempre me sentí con demasiadas preguntas y escasas respuestas.
Hace no mucho, he tenido ocasión de asomarme al conflicto de la confusión sexual de una de las mejores amigas de mi nieta mayor. Tras, me imagino, mucho tiempo de desconcierto y preocupación, decidió hablar con sus padres y confesarles que se sentía chico. Me he enterado de la comprensión de la familia, de los problemas derivados, de la inseguridad del protagonista –que pasado algún tiempo tenía nostalgias de cuando era «la», protagonista–, del tratamiento psiquiátrico, y de que el proceso sigue, sin un final feliz.
Y me siento perplejo, y confundido como si hubiese vuelto a la adolescencia, cuando observo que los llamados Padres de la Patria, van a aprobar una ley, en la que, a una edad en la que ni siquiera tienes claro si vas a estudiar ingeniería o bellas artes, decidas un cambio que, a base de hormonas, te encamine hacia un viaje que no tiene vuelta, y del que ni siquiera se sabe cómo concluye. Cuando, además, te enteras que no se atiende a médicos, científicos, sociólogos y juristas, que aportan datos contrastados de las consecuencias peligrosas de la norma, y una ministra de un país europeo ha tenido que dimitir por implantar esa ley, y en Suecia echan marcha atrás por lo mismo, y aquí la soberbia y la ignorancia, en infeliz matrimonio, siguen adelante, ni siquiera me indigno. Albergaré piedad para las víctimas que van a causar los Padres de la Patria, y desprecio hacia ellos por formar parte la pandilla de miserables que causarán tanto dolor como problemas.