Hay lugares donde hemos sido felices. No los olvidamos nunca, sino que permanecen en un rincón de nosotros mismos y son un tesoro que nos pertenece para siempre.
Cada uno tiene su particular lista de espacios que fueron magia: pueden ser ciudades, pueblos, colegios o casas. A veces son diminutos: un banco, una cala o una roca frente al mar, una sala de museo, la calle que recorrimos tantas veces o la plaza donde nos sentábamos los domingos.
Forman parte de una geografía peculiar que solo a nosotros nos pertenece. Algunos de esos lugares existen todavía y podemos regresar a disfrutarlo otra vez. Podemos crear recuerdos nuevos en ellos. Otros desaparecieron para siempre, aunque perduran en la memoria. No es fácil olvidar un cine donde soñábamos todos los domingos, ni ese bar de la adolescencia en el que jugábamos a parecer mayores, ni la sala de la abuela donde devorábamos las meriendas que nos preparaba.
Todos tenemos una geografía propia, peculiar, y variopinta. Un mapa de lugares importantes que van ligados a nuestra biografía. En la playa de los veranos de infancia jugamos a revolcarnos con las olas. En un camino sin gente una noche bailamos con alguien que amaremos siempre. En una iglesia italiana descubrimos el retablo de una madonna bellísima.
Algunas personas no se guardan el mapa de sus espacios-recuerdo. Prefieren mirar siempre hacia adelante, haciendo tabula rasa de lo vivido. Ellas se lo pierden. Una vida sin geografías particulares es muy pobre. La tendencia a idealizar en exceso el pasado tampoco es buena. Aquello de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor' es falso. Sin embargo, es imposible escribir el futuro sin la memoria del pasado. En la rotundidad del presente, el recuerdo del ayer y el sueño del mañana son el triángulo de la vida.
«Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla» escribió Antonio Machado. Es increíble el poder que llegan a tener determinados espacios en nuestras vidas. Tenemos suerte, porque nos acompañan incluso cuando ya no existen.