Me preocupa cada vez más el retroceso de la libertad de expresión. Algunos se preguntarán cómo puedo hacer esta afirmación si hoy en día, cada cual, hace de su capa un sayo y dice lo que quiere. Pero esta es una verdad a medias. En realidad empieza a cundir el miedo a expresar en voz alta una opinión que puede ser considerada políticamente incorrecta. Cualquier cosa que se diga que se salga de los cánones oficiales de lo que es aceptable, puede acarrear un viaje a los infiernos. Inmediatamente los nuevos inquisidores, que tienen su territorio en las redes, desencadenan campañas de desprestigio y acoso que hace que muchas personas prefieran callar sus opiniones antes de verse señaladas.
Y así, cada vez es más frecuente escuchar a algún amigo o conocido dar una opinión casi en voz baja advirtiéndote «pero si dices que esto lo he dicho yo, lo negaré». Lo dicho puede ser una opinión sobre cualquier cosa, a veces incluso una opinión banal, pero hay miedo, mucho miedo de ser señalado.
Esto supone, como digo, un retroceso en la libertad de expresión y acaba con el debate, la confrontación de ideas, de opiniones. Hay quienes se han alzado en jueces de lo que es correcto pensar y pobre del que se atreva a disentir.
Lo peor es que hay intelectuales que, temerosos de ser crucificados en las redes, optan por callar. Prefieren no meterse en ningún charco, verse señalados, vilipendiados y condenados y además sin derecho a réplica. Así se va empobreciendo el debate público hasta que llega a ser inexistente.
Ya tenemos ‘ministerios de la verdad' que son los que dictan lo que es políticamente correcto. La pesadilla orwelliana se está haciendo realidad. Hoy en día hay que ser muy valiente para decir en voz alta lo que se piensa y disentir de las ‘verdades oficiales'. O sea, la historia se repite.