A todos los que vivimos en Mallorca nos ha pasado alguna vez. Es una vieja historia. A mí me ha sucedido con amigos y familiares, gente que viene de la península o de Francia o de Argentina a pasar unos días y a los que tienes que recomendar playas, pueblos y restaurantes. Siempre hay un momento en el que os juntáis y comentáis su estancia en Mallorca. «¿Dónde habéis ido?» «¿Mucha gente?» «¿Os gustó lo que visteis?» Inevitablemente, te acabarán contando que entraron en algún lugar en el que no había ni un solo español, en el que ni los camareros sabían hablar castellano (del catalán, mejor nos olvidamos), donde todos los carteles estaban en inglés, alemán o sueco, vaya uno a saber. «¡No tenían ni una sola carta en español!». Generalmente, son comentarios hechos desde una indignación comedida. Al fin y al cabo, están de vacaciones. Pero tú percibes esa mezcla de incomprensión y malestar. Un amigo una vez llegó a preguntarme: «¿Cómo lo permitís? ¡Sois como extranjeros en vuestra propia casa!». A nosotros, los mallorquines, estas reacciones nos dejan descolocados. Jamás habíamos sospechado que algo así debiera enfurecernos. Supongo que esto explica algunas cosas, sí. Unas, buenas; otras, quizá no tanto.
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