Hay tradiciones opuestas a la cultura, aunque la justificación falaz las vista de ella. Lo que parecía un gran avance en protección animal a nivel nacional, ha generado una norma corta y poco ambiciosa. El Congreso aprobó el pasado mes una ley que entrará en vigor el próximo año y que prevé penas más duras para los maltratadores, además de la prohibición de sacrificios y la venta de animales en tiendas, pero, pese a que pone cierto orden al batiburrillo de normas autonómicas, es menos valiente que algunas de ellas. No aborda la tauromaquia, ni la caza, ni las carreras y espectáculos de caballos. Demasiados grupos de interés detrás y poca contundencia política.
El número de municipios declarados antitaurinos es creciente, y en Baleares son ya una treintena. Una posición completada por la plausible ley autonómica que en 2017 prohibió la muerte de los toros en las corridas y el uso de banderillas, pero que el TC tumbó un año después. Ya lo había hecho en Cataluña, donde en 2016 anuló la abolición aprobada por su Parlamento en 2010 a partir de una iniciativa legislativa popular, al considerar que esta regulación es competencia del Estado. La ejemplaridad la mantiene Canarias, única comunidad donde se impiden las corridas gracias a una precoz ley que en 1991 ilegalizó utilizar animales en fiestas que incluyan maltrato, crueldad o sufrimiento y donde nadie la ha recurrido. El más avanzado, no obstante, fue el Borbón Felipe V, que en 1704 prohibió las corridas. Lástima que 20 años después las volviera a permitir.
Precisamente los astados están acaparando portadas en las últimas semanas. Se ha registrado un verano negro con, sólo en la Comunidad Valenciana, ocho muertos y más de 300 heridos en los bous al carrer. Y ha habido más tragedias en otras autonomías. Así que ahora los defensores no pueden aferrarse sólo a la protección del derecho a estos festejos aludiendo a la ley de 2013 que regula la tauromaquia como patrimonio cultural de los españoles, porque esa posición implicaría ignorar a las víctimas humanas. Ya hay argumento para la prohibición si no se garantiza la seguridad de los participantes. De momento, la normativa limita la presencia a menores y borrachos, pero entre los recientes heridos graves hay un chiquillo de 15 años. El último fallecido, un hombre de 80 que entró al recinto por despiste.
Las sanciones para los ayuntamientos que no aseguren la protección de los asistentes deberían ser ejemplares. Pero también para los que miren para otro lado obviando el maltrato animal, sabedores de que incurren en delito. El alcalde de Tordesillas debería preocuparse de cumplir muy bien la ley, en lugar de denunciar a PACMA y Podemos por presuntas difamaciones. Porque desacreditar a animalistas por reclamar el no sufrimiento del animal es oponerse a una sociedad civilizada y caer en el ridículo.