El verano me ha robado mi niñez. El fuego ha arrasado mis recuerdos felices dejando yerma mi infancia y rebosante de tristeza y rabia mi pensamiento. Escribo esta columna con los ojos empañados, pensando en todo lo perdido y en esos vecinos que habrían apagado las llamas si hubieran bastado sus lágrimas. Maldiciendo que se ignore la prevención y se rinda culto al improductivo lamento. Los últimos incendios de nuestro país, donde este año se han quemado ya 285.000 hectáreas, han asolado unos entrañables pueblos de Castellón, entre ellos el de mi abuelo, donde yo pasaba mis estíos entre árboles y ríos, jugando hasta altas horas en sus tranquilas callejuelas empedradas o bailando en las verbenas de verano cuando los acogidos al éxodo rural volvían como hijos pródigos de visita. Allí, en Torás, y en otros pueblitos cercanos como Bejís y Teresa, topónimos que engrosan esa España interior vaciada, el sosiego vital lograba el milagro de dilatar el tiempo y las costumbres reforzaban el respeto a la naturaleza y los orígenes.
Allí mi madre heredó un pedazo de tierra que mi abuelo tenía en la montaña, con más piedras que valor. Y en aquella finca estéril, donde de vez en cuando un pino se hacía hueco, mis padres y sus hijas plantaron cientos de cipreses con azada en mano y agotador riego con garrafas. Pero aquel sueño que la tenacidad convirtió en realidad se esfumó.
Hoy, tras ver un vídeo grabado con móvil, constato que no queda nada del Sabinar, nombre con el que la gente del pueblo bautizó nuestra parcela y trasladaron su admiración al forastero que los fines de semana dejaba la ciudad y su consulta para invertir su tiempo plantando árboles. Entonces contaron siempre con el yerno de Juan para sus partidas de guiñote en el bar de la plaza y él les tomaba la tensión con tanto cariño como conocimientos. Y así, los oriundos nos adoptaron como si compartiéramos consanguinidad y yo llamaba tíos a casi todos los vecinos. Porque solo hay lugar para el afecto entre 245 habitantes.
Hoy no queda nada del petricor que me acariciaba el olfato cuando estaba allí y el recuerdo cuando me iba. Hoy sólo queda ese olor a quemado que evoca desolación e infierno, ese que habría matado de dolor si aún vivieran al tío Paco, que me montaba en su burra; al tío Vicente, que me paseaba en su tractor; al tío José, que me enseñaba sus reliquias; a la tía Carmen, que me hacía pasteles, o a la tía Isabel, que me contaba historias.
Esta columna es un homenaje a aquellos tíos que lo fueron sin serlo y conservaron para todos la vida rural; a mis padres, por haber creado un oasis en medio del desierto en su empeño por transmitirme la importancia del entorno natural, y a toda esa gente de pueblo que ha mimado el monte como si fuera su casa. Porque a todos ellos les debemos la salud de un país.