Hace poco más de un año, en julio de 2021, Alemania sufrió unas tremendas inundaciones que dejaron casi sesenta muertos y enormes daños materiales. Se contabilizaron las lluvias más intensas registradas desde que se tienen datos. En un país lluvioso, que ocurra algo así es excepcional, porque las infraestructuras están preparadas para el agua. Aún así, se desbordaron ríos y fueron arrastrados por la violenta corriente coches, casas y hasta calles enteras de algunas poblaciones. Un año después, el mismo país vive una de las sequías más graves que se recuerdan y está afectando de forma preocupante a la economía. ¿Tiene algo que ver este tipo de fenómenos con el cambio climático?
Seguramente ni siquiera los estudiosos del tema podrán afirmarlo con rotundidad. Sea como sea, consecuencia de la acción humana o simple capricho de la naturaleza, el caso es que el motor económico de Europa se ve gripado por algo tan sencillo como el agua que cae del cielo. O que deja de caer. El transporte de mercancía y materias primas a bordo de buques fluviales se ha visto mermado o interrumpido, lo que afectará a la producción en las fábricas.
Si se ven obligadas a parar o a reducir su volumen de trabajo, miles de obreros verán recortada su jornada laboral o se irán directamente al paro. Y eso mientras el calendario se encamina parsimonioso hacia el otoño y el invierno, cuando las temperaturas gélidas se apoderarán del paisaje germano y las familias dependerán de la calefacción para sobrevivir. Entonces hablaremos del gas ruso. Y de la cadena de desgracias que parecen haber caído sobre el país más poderoso de Europa.