Veo el día, ya no lejano, en que un árbol será un artículo de lujo. Veo a algún iluminado emprendedor recibiendo subvención por montar un negocio a modo de feria cobrando por sentarse a la sombra y respirar oxígeno en sesiones de 15 minutos como si fuera un proyecto de lo más innovador. Ya oigo la canción de moda amenizando la experiencia con el estribillo «el cambio climático mata», con Pedro Sánchez intentando entrar en la lista de éxitos emulando la mítica ‘Bomba' de King África.
El tema no es una broma, aunque use ironía desde la profunda tristeza de ver un país en el que el negro sustituye al verde. Media España arde. O más bien entera. La mitad por fuego y la mitad por temperaturas abrasadoras. Galicia, Castilla y León y Tenerife reducían a cenizas hectáreas de monte, bosque y cultivo, casas, animales y personas, y hace un par de días nuevos incendios se han declarado en Andalucía, Valencia, Navarra y Castilla-La Mancha. No vale llorar desde la inactividad. Ni soltando estupideces como la del consejero de Castilla y León culpando «al ecologismo extremo» de la dificultad de gestionar los incendios, como si su partido, que lleva 35 años gobernando, fuese ajeno a toda responsabilidad y los amantes de la naturaleza estuvieran tirando colillas encendidas.
Los bomberos han denunciado en esa y otras autonomías la falta de recursos y sus condiciones precarias. Y son ellos los que se juegan la vida, como otros héroes improvisados que buscan salvar el monte propio y de sus vecinos, algunos en esa España rural abandonada a su suerte. Si en este país el homicidio involuntario tuviera una aplicación más amplia, los políticos gestionarían con mayor diligencia. El Código Penal prevé penas de cárcel e inhabilitación por imprudencia en el ejercicio de la profesión, oficio o cargo. A más de uno se le debería juzgar porque hay decisiones que matan. Y que han causado el cambio climático, al que ahora achacan todos los males sin que pueda defenderse. Es obvio que el calentamiento global, bonito eufemismo, existe, pero se alude a él como a un fantasma, como si fuese un Fuenteovejuna inimputable.
Hay muchas medidas que deben implementarse seriamente y sin dilación. Pero ahora la realidad vuelve a gritar que hay que cuidar el mundo rural e invertir en prevención, que, aunque moleste aflojar la caja común en acciones que no dan para foto, la recuperación tras la catástrofe sale mucho más cara. O más bien ya no hay ningún dinero en el mundo que repare. No hay millones que compensen la pérdida del pulmón boscoso. Y mucho menos de vidas.
Revitalizar el mundo rural no es hacer conciertos en las plazas de los pueblos, es cuidar los recursos naturales y dignificar la vida en el campo. La previsión es apocalíptica. El humano aún no se ha dado cuenta que matar el planeta es su propio suicidio.