La cumbre de la OTAN de Madrid ha dejado bien clara una cosa: Estados Unidos, Occidente en general, no acepta que el mundo de hoy es ya diferente a aquel que dejó la II Guerra Mundial, con sus vértices bien definidos, el capitalismo contra el comunismo. Esas fronteras férreas se han difuminado a lo largo de setenta años, así como el poderío incontestable de la patria de Joe Biden. Igual que el Reino Unido ha perdido posiciones desde la debacle colonial –una pérdida de relevancia que le está costando mucho asimilar–, el siglo XXI no será occidental, ni blanco ni cristiano.
Los militaristas reunidos bajo la hospitalidad de Pedro Sánchez han vuelto a declarar que Rusia y China son el enemigo. ¿En serio? ¿El mismo de las películas de espías de serie B? ¿El mismo de la era McCarthy? Ha llovido mucho desde entonces y ni Rusia es hoy comunista ni China es la que era. Joe Biden tiene ochenta años, durante toda su vida ha representado eso que consideran sagrado en su tierra: buen estudiante, deportista, saludable, católico, familiar, blanco, tradicional con algunos puntos (los justos y necesarios) progres. El prototipo de buen chico en los años 50, un tiempo que ha quedado muy atrás.
Nadie sabe cómo será el futuro, ni siquiera si existe un futuro habitable, dada la verdadera amenaza, la del cambio climático. Pero a poco que uno viaje lejos de las fronteras europeas reconocerá que la energía dinámica se mueve a más velocidad, con mayor entusiasmo y muchas menos trabas, en otros rincones del mundo. El viejo Occidente tiene demasiados achaques y solo puede aspirar a adaptarse sin demasiado sufrimiento a la imparable adolescencia que vive Asia.