Esta semana se han hecho públicos los datos de evolución de la población a lo largo del año pasado, cuando todavía arrastrábamos las secuelas de la pandemia. El titular dice que la inmigración «salvó» a Balears de perder residentes, pues unos cuantos –algo más de dos mil doscientos– decidieron abandonar la Isla para radicarse en otras comunidades autónomas. Quizá personas que no encontraron aquí el maná que esperaban o gente que ha vivido en Balears durante décadas y a la hora de jubilarse regresa al pueblo, donde la vida es más barata.
Para compensar esta «pérdida» llegaron casi seis mil extranjeros en busca de un lugar soleado y tranquilo donde vivir. Con ellos alcanzamos la friolera de 1.223.961 habitantes, el doble de hace tres décadas. Dicen los expertos que el riesgo de decrecimiento es muy peligroso y yo no dejo de preguntarme por qué. Cualquier lugar que he conocido era mejor cuando había pocos habitantes. Aquí mismo, escasean la vivienda, las escuelas y guarderías, hay exceso de coches, de colas en el médico, de ruido, de basura, de gente en la playa y en la calle.
Quizá el peligro es que los gobiernos recauden menos impuestos con una población menor –eso obligaría a reducir gastos y personal público– y los empresarios tengan dificultades para encontrar empleados. Pero eso no es un problema que afecte a la calidad de vida de la mayoría. Solamente habría que redimensionarlo todo a la baja. Pensar en pequeño, en manejable. Regresemos un poco al estilo de vida de los ochenta, de los noventa. Menos gente, menos lujos, menos carreteras, menos prisas, menos consumismo. ¿Qué no alcanza para pagar pensiones? ¿Es ese el peligro? Recorten en otros lados.