Se ve que hay una corriente que trata de invalidar las herencias como elemento distorsionador de la igualdad. Obviamente. Cuando uno nace más guapo, más alto, más fuerte, más sano, más inteligente, que también suelen ser herencias, llega con cierta ventaja a este mundo desigual. Otro tanto cuando alguien recibe de sus antepasados propiedades, títulos, ahorros, privilegios y ese intangible saber estar en el lugar correcto en el momento adecuado y tener contactos con personas influyentes. Definitivamente fomenta la desigualdad.
Pero ¿qué ventaja tendría hacer tabla rasa? La igualdad sería teóricamente total, pero a costa de una enorme pérdida de recursos. Durante la vida laboral, familiar y personal, nadie tendría el menor interés en acumular nada, porque a su muerte –siempre inesperada– se lo llevaría el Estado. Adiós al negocio bancario, pues nadie pediría un préstamo para comprar una casa, para montar una empresa. Adiós a la saludable costumbre de ahorrar y hacer planes. Adiós a la ilusión de ayudar a los hijos, de intentar que su vida sea un poco más fácil que la tuya. ¿Para qué? Si tengo que vivir al día, mejor no complicarse. Entonces la norma sería trabajar poco, ganar lo justito, dilapidarlo todo a medida que se gana, no dejar ni siquiera los contactos, la sabiduría, el saber hacer.
Todo de alquiler, mínimo esfuerzo. Cada generación vendría al mundo en blanco y desde la misma línea de salida todos emprenderían una carrera de obstáculos sin ayuda de nadie. Incluso así, me temo, no habría igualdad. Porque, volvemos al principio, los hay más listos, más guapos, más rápidos. La propia naturaleza es así, impone a los más fuertes, a los más capaces, y sacrifica al que no llega a tiempo.