La adolescencia es desde que existe –dicen que hace menos de cien años– una época difícil, de sentimientos y emociones extremas, de búsqueda de identidad, de encaje en el mundo, de complejos y sueños irrealizables. Todo ello conforma un cóctel complicado que en demasiadas ocasiones deriva en algún problema emocional o psicológico. Pero ahora, tal vez por la pandemia, quizá porque algo hemos hecho rematadamente mal, uno de cada cinco jovencitos entre 14 y 19 años deseó su muerte durante el último año. Un veinte por ciento de la población juvenil española ha querido quitarse la vida; un siete por ciento llegó a planificar su suicidio y casi un cinco por ciento lo intentó.
Datos escalofriantes en una época histórica en que la vida es más cómoda que nunca, los hogares están llenos de cachivaches que nos hacen la existencia más fácil, no hay guerras ni hambrunas como las que tuvieron que sobrellevar nuestros antepasados. Pese a ello, los jóvenes no están satisfechos, no encuentran su sitio, no les gusta vivir.
Dicen que la pandemia ha dejado un profundo surco de tristeza, incomprensión y soledad entre los adolescentes y las enfermedades mentales están a la orden del día, pero yo pienso más en el panorama desolador que ven erigirse ante sus ojos: trabajos precarios y mal pagados, imposibilidad de llevar a buen puerto un proyecto vital, escasa valoración de su formación, de su esfuerzo... un país desértico en cuestiones culturales, de otro ocio que no sea alcohólico, un futuro poco motivador.