Sí, ya constituye delito el acoso a las mujeres que deciden abortar y que son sistemáticamente molestadas, cuando no agredidas, llegado el momento de acceder a la correspondiente clínica. Hablamos de un delito que se podrá penalizar con entre tres meses y un año de prisión, o entre 31 y 80 días de trabajos en beneficio de la comunidad. Un castigo que unos encontrarán suave y otros, excesivo. Pero esa no es a mi juicio la cuestión. Entiendo que ante hechos tan descabellados como aquellos a los que nos referimos, y que vienen produciéndose de forma constante desde 1985, año en el que se despenalizó el aborto en España, se puede reaccionar de dos maneras distintas, reconociendo respeto a toda otra cualquiera.
En primer lugar con cierta esperanza, al considerar que la sociedad de nuestro país refuerza su sensibilidad ante una situación que contrariaba a la mayoría -sólo PP y Vox rechazaron la reforma que comentamos- al tomarla parcialmente como violencia de género. Hasta ahí, todo bien, aún admitiendo algún paternalismo, aunque justificado por el logro de una seguridad jurídica. La, digamos, segunda forma de reacción, nos remite a la inquietud social que supone el que una cultura católica y conservadora hasta el bostezo haya podido hasta ahora hacer valer su causa.
Los miembros de los grupos ultracatólicos que obstaculizaban a la mujeres que se dirigían a las clínicas previstas para la realización de abortos sufrían humillaciones y vejaciones que, ocasionalmente, llegaban a la agresión física. Francamente, a uno casi le da vergüenza el aceptar que a estas alturas se haya tenido que legislar para detener unas conductas que van más allá de lo estrictamente reaccionario.