Cada vez que me subo a un bus de la EMT me entran ganas de leer a Newton, o a Einstein. De no ser porque, en el fondo, me parecería una exhibición de pedantería pelín innecesaria, me agenciaría algún ensayo sobre las leyes de Newton o la teoría de la relatividad y los leería con aire distraído a la vez que echaría una ojeada sobre lo que acontece en el vehículo haciéndome preguntas sobre el movimiento y el paso del tiempo. Ejemplo, sobre eso tan frecuente de ir avanzando hacia la parte trasera mientras el bus va para adelante. O de las repercusiones de estar tranquilamente sentado e inmóvil mientras el coche se mueve. O, también, la variable de ocupar un asiento en sentido contrario al de la dirección que lleva el bus mientras, por la ventanilla, ves que los edificios de las calles parecen irse hacia atrás; tú miras adelante y, en la calle, la gente camina a todos los lados.
También reflexionaría sobre ese conjunto múltiple de movimientos dentro de un vehículo que, a su vez, se mueve. El bus en movimiento es, a veces, un pasillo donde gente a pie se cruza. Hay quienes se dirigen a una puerta para bajar y quienes acaban de subir. Otra variable –pero esa sólo se da en casos muy excepcionales– es que se estropee el autobús y haya que bajar aceleradamente para subirse en otro que acaba de llegar y continuar, así, el trayecto que antes había iniciado el averiado. Los autobuses de la EMT son una enciclopedia viviente. Ni internet ni Google ni Wikipedia.
Viajar en autobús no sólo te vale para entender las leyes del movimiento y la teoría de la relatividad. Escuchar comentarios a través de un móvil o entre personas que se sientan cerca de ti clarifica más que una hora en Twitter. Dejaré para mejor ocasión las líneas circulares. Subirte a un bus en un punto concreto, bajarte horas después en ese sitio y comprobar que no es el mismo porque todo ha cambiado, sí que es un viaje.