Han transcurrido más de 2 años desde que el 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) elevó a ‘pandemia internacional' la situación de emergencia de salud pública ocasionada por la COVID-19. Entonces finalizábamos nuestro primer articulo sobre la pandemia en Ultima Hora (UH, 19-marzo-2020) destacando que «hay que pensar más allá de esta oleada, ya que, aunque aquí estemos en plena epidemia, a nivel mundial no ha hecho más que empezar». Dos años después, la pandemia ha alcanzado a cientos de millones de personas en todo el mundo, con 6 millones de muertos registrados oficialmente, pero el triple, 18 millones, según una evaluación más cercana a la realidad publicada en la prestigiosa revista científica The Lancet (10-marzo). Ahora, con una protección inmunitaria (por las vacunas y/o tras pasar la infección) en torno al 90 % en Europa, con conocimientos, vacunas, medicamentos y la experiencia adquirida, la situación es más optimista, pero la reflexión sigue siendo que «hay que pensar más allá», porque esta pandemia aún no ha acabado, y porque pueden venir otras.
En Europa no preocupa el posible rebrote de contagios por ómicron o su sub-línea BA.2 porque no causan una enfermedad tan severa como las variantes anteriores y no se esperan aumentos notables de las hospitalizaciones, gracias a la inmunidad que aportan las vacunas y las infecciones pasadas. Así, incluso con incidencias de 1.000-3.000 casos por 100.000 habitantes en 15 días (bordeando 500 en España, pero creciendo), se ha decidido que convivir con este virus es asumible. Se eliminan casi todas las restricciones, se transita hacia formas diferentes de vigilar el virus SARS-CoV-2, sin seguimiento diario, sin aislamiento en los casos leves, etc. (la denominada ‘gripalización') y se favorece la percepción de que ya estamos de vuelta a la normalidad. La OMS tardará en oficializarlo, pero Europa ya ha optado por declarar, tácitamente, el final de esta pandemia. Demasiadas prisas.
En cualquier caso, no deberíamos perder de vista que cada contagio es una nueva oportunidad para que el virus mute hacia variantes que seguro escaparán, al menos en parte, a la inmunidad instaurada, y que serán más transmisibles. Tanto puede ser que el SARS-CoV-2 mute favorablemente (lo visto con ómicron) como que futuras formas del coronavirus causen una enfermedad más severa. En cualquier caso, el final de una pandemia solo expresa que se frena la explosión de casos y la extensión internacional de la enfermedad entre las personas que carecen de defensas; es decir, se acaba lo que ha sido la COVID-19 antes de la vacunación masiva. Pero no nos engañemos, el paso a enfermedad ‘endémica' no significa la desaparición de la COVID-19, ni implica una estabilidad garantizada del virus. Lo que sí es cierto es que, gracias a la ciencia, nuestra capacidad de respuesta ante cualquier eventualidad es ahora mucho mayor.
Desde una visión optimista, podemos pensar en una evolución favorable del virus SARS-CoV-2, como la que comentábamos (UH, 28-12-2021) que «debió ocurrir con los coronavirus que actualmente solo causan simples resfriados en humanos». Aunque no tenemos certezas de que esto sea así para SARS-CoV-2, diversos estudios muestran que en la sangre de las per-sonas previamente infectadas quedan (durante 11 meses según algunos estudios) células B de memoria específicas de SARS-CoV-2 productoras de anticuerpos neutralizantes que reducen la severidad de la COVID-19 causada por cualquiera de las variantes conocidas. Son resultados que, claramente, mueven al optimismo para la mayor parte de la población, aunque siga siendo necesario que las personas más vulnerables puedan acceder a vacunas de refuerzo, como ya el Reino Unido programa para esta primavera.
Desde una visión menos optimista, destacamos los resultados de un estudio recientemente publicado (Rocked et al., 9 de marzo, en The New England Journal of Medicine), sobre 100 pacientes de una clínica de Nueva Gales del Sur (Australia) que recibieron el medicamento sotrovimab (un anticuerpo efectivo frente al SARS-CoV-2). En 8 de los 100 pacientes, el virus persistió durante varias semanas, y en 4 de ellos había mutado pasando a ser resistente al anticuerpo. El estudio ejemplifica, con datos concretos, el peligro de transmisión de la resistencia adquirida y evidencia el riesgo (incuantificable) de que se pueda combinar con otros cambios que supongan una mayor severidad de la enfermedad. Pueden aparecer nuevos coronavirus (por recombinación con otras especies animales y entre humanos), con nuevas propiedades, bastante diferentes de los 7 coronavirus conocidos que afectan a humanos: los cuatro que causan alteraciones leves o resfriados y los tres causantes de enfermedad severa que han emergido en el mundo en los últimos 20 años: SARS-CoV (2002), MERS (2012) y el actual SARS-CoV-2 (2019), con unos intervalos de solo 7-10 años que son preocupantes.
Hace 2 años, tras la declaración del estado de alarma en España, y encarando la fatalidad de la pandemia y el confinamiento obligado en nuestro domicilio, señalábamos (UH, 19-marzo-2020) que «la ciencia, tan relegada históricamente de las prioridades de nuestro país, era la verdadera esperanza». Exponíamos los rápidos avances científicos que ya se estaban produciendo: «Se tardó menos de una semana en identificarlo (el virus) y pocos días más en secuenciar su genoma; sabemos cómo detectarlo, los métodos disponibles son muy útiles y además se progresa en el desarrollo de otros aún más rápidos (pocos minutos)» y nos referíamos a que la investigación sobre varios prototipos de vacunas ya estaba en marcha, aun sin poder augurar cuanto tiempo tardarían. Solo dos meses después (UH, 28-mayo-2020: «Buenas perspectivas hacia una vacuna para la COVID-19») ya pudimos destacar los prototipos de la vacuna china (Cansino) y de las tres farmacéuticas (AstraZeneca, Moderna y Pfizer) que exhibían mayores posibilidades de éxito y que en diciembre, tras completar sus ensayos en fase 3, estaban ya dispuestas para ser administradas a la población.
Insistíamos en destacar (UH, diciembre-2020) la solvencia de la comunidad científica frente a la pandemia de COVID-19 causada por el coronavirus SARS-CoV-2, razonando que el éxito está garantizado cuando se combinan una estructura sólida de I+D+i con el aporte de recursos suficientes. Una evidencia que debería impulsar un cambio en las prioridades de nuestra sociedad. Y no solo en el campo de la biomedicina o la biotecnología, sino en relación a toda la Ciencia, ya que esta es inexcusable para entender el mundo que nos rodea y nos acerca a la resolución verificable y razonable de las cuestiones que afectan todos los aspectos de la naturaleza.
No parece que se haya tomado nota. No es sólo la escasa aportación de recursos (independientemente de que nuestra comunidad sea la que menos invierte en I+D) ni cómo se invierten, aunque cuanto más escasos son los recursos, peor cabe esperar que sea su distribución, ante la indiferencia social. El problema de fondo es la inexistencia de un sistema de I+D+i mínimamente estructurado y conectado al mundo que nos rodea. Lo ejemplifica el fracaso de las vacunas del CSIC frente al éxito de la empresa privada catalana HIPRA, capaz de llevar a la práctica su vacuna (PHH-1V). Es la conexión entre los científicos y el mundo empresarial que sigue desengrasada, ignorando las lógicas e intereses que escapan a las posibilidades de la investigación pública. Es la I+P (investigación + publicaciones) que en España predomina sobre la I+D (investigación + desarrollo) en lugar de sustentarla. Es la escasa atención a la I+D del sector privado, mucho menor en España que en la media europea o norteamericana. Se precisa un cambio profundo, con la incorporación significativa, real, de la I+D+i a las prioridades políticas. No nos engañemos, salvo casos aislados, como dice mi profesor Marià Alemany en su libro: «investigar en España es llorar».