Aunque a veces parezca que no, la inteligencia todavía está permitida, pero sólo si es artificial. Es decir, digital; sin pensamientos ni razonamientos, pero con algoritmos. Cada día se publican cientos de artículos y ensayos, y no pocos libros muy documentados, sobre los graves peligros de un mundo gobernado por los algoritmos, inmerso hasta el cuello en realidades virtuales y probabilísticas, pero como están escritos por inteligencias analógicas (y alarmadas), los algoritmos pasan de ellos y nadie les hace caso. Las denuncias de cibernecedad caen en saco roto, y una vez digitalizadas, el monstruo algorítmico se las zampa, las deglute, y pasan a formar parte de nuevos algoritmos defensivos.
El sistema digital tiene unos anticuerpos colosales, que no dejan pasar una. Y conforme la inteligencia artificial crece, aprende, se desarrolla y se expande a todos los ámbitos (política, finanzas, cultura, intimidad, entretenimientos), la biológica retrocede espantada. Igual que la economía real ante el ímpetu irreal y probabilístico de la financiera, que es siempre la que manda. Puesto que la cantidad de inteligencia, como la de energía, permanece constante según las leyes de la termodinámica, a más inteligencia artificial en el sistema, más tontería mental. Lo que a su vez repercute en ese monstruo algorítmico que nos gobierna, que es cada vez más ornamental, y opera básicamente con fruslerías. De ahí los pánicos bursátiles, y la desaparición de sucursales bancarias y cajeros automáticos.
O la invasión incontenible de verdades digitales. Y como la inteligencia artificial funciona por cálculo de probabilidades y estadísticas, figúrense cuando alguien, probablemente un algoritmo muy avanzado, invente un amplificador probabilístico. Cosas altamente improbables, o casi imposibles, serán el pan nuestro de cada día. En versión digital inteligente, claro está. El poder infinito de la probabilidad, que rige el mundo cuántico, una vez amplificado donde convenga, creará tantos monstruos como se quiera (como decida el algoritmo correspondiente), y de qué nos servirá entonces la inteligencia. De nada, salvo que sea artificial. En cuyo caso, por supuesto, ya nadie estará alarmado.