Confieso que todavía no he usado el certificado COVID para entrar en ningún lado. Y no porque me niegue a tomarme unas copas o cenar un filete, sino porque tengo frío, me da pereza, me aburre soberanamente ver la jeta de los demás y, porque de vez en cuando, casi siempre, me gusta sumirme en el ostracismo. Supongo que quiero creer que saldré revitalizado, reconstruido de un modo encomiable, craso error: sigo siendo el mismo ejemplar antediluviano de siempre.
Como la marca del zorro ser un carca es la marca de la casa. Lo del certificado COVID me sirve de excusa: eso va contra mis derechos constitucionales, me he oído decir tronchándome por dentro. Yo, que me harto de pedirlos por cuestiones laborales, luego digo lo primero que se me ocurre y encima algunos confirman lo que largo por esa boquita tan linda que dios me ha dado. No estoy en contra de las restricciones, sin embargo, esta del certificado COVID, aparte de parecerme ilógica (según dicen los niños son los principales causantes de la sexta ola y, sin embargo, es a los que no se le exige dicho certificado) destila cierto aroma déspota que tira de espaldas: vacúnate o púdrete de hastío. Yo tengo hasta la dosis de refuerzo, poseo certificado y no entro en ningún lugar y no como mi difunto padre que, por cuestiones de integridad, se negaba en redondo a mostrar su deneí.
Ganó el Premio Blasco Ibáñez de narrativa y viajamos a Valencia a recogerlo con todos los gastos pagados para él y para un servidor que chupó del tarro. Quiso extender su estancia una noche más y nos dirigimos al Ayuntamiento. Un funcionario le solicitó el deneí para acceder y él se negó: no, eso es un insulto. Finalmente lo mostré yo. El funcionario observó a un anciano con su hijo y nos dejó pasar. Y así con todo.