Si hubiera que destacar uno solo de los sectores que más ha padecido la mala gestión de la pandemia en nuestro país, no cabe duda de que la elección resultaría sencillísima: el de la restauración. Al cúmulo general de insensateces que se han dejado sentir en el ámbito industrial, hay que añadir en el caso de restaurantes y bares una serie de medidas específicas que han desembocado en el monumental disparate de obligar a ejercer a quienes trabajan en el negocio un trabajo que en absoluto les es propio.
A un camarero, a un chef, a un propietario de restaurante o bar no se les debería convertir en una especie de agentes que tienen a su cargo el exigir la presentación del denominado pasaporte COVID. No son agentes y esa nunca debería ser su labor. Si las autoridades político-médicas deciden adoptar medidas en este sentido, deberían tener cuando menos la coherencia de suministrar por su cuenta personal dedicado a la labor.
Quizás así se darían cuenta de lo desmesurado de sus exigencias. Sin contar con razones medianamente aceptables, se han cargado culpas sobre la «peligrosidad» de restaurantes y bares, se ha defraudado a sus propietarios haciéndoles creer que las severas disposiciones durarían menos tiempo que aquel por el que se prolongaron y, en suma, se puede decir que se les ha maltratado en comparación con industriales de otras ramas. Dueños de restaurantes y bares muestran ahora en muchos casos su indignación. Quizás tendrían que haberlo hecho antes, al principio, cuando tuvieron ya claro que aquellos que dictaban normas en el negocio de la restauración no tenían ni idea del asunto.